Ante la invasión del campo por las urbanizaciones, defender
la ciudad mediterránea es una cuestión ecológica, entendiendo la ecología en su
sentido etimológico, como logos (conocimiento) de la oikos (casa) del hombre y, apurando, del hombre civilizado
(también en sentido etimológico: ciudadanizado). Lo cierto es que muchos de los
que hoy se hacen llamar ecologistas difícilmente pueden ser tenidos por
tales; reducen su idea de la ecología a tener amor por el campo y gustan de
vivir en él. Su idea encierra una contradicción: por un lado quieren un campo
“incontaminado” y cuidado; por otro, le quieren ocupar, llevar allí a la gente,
lo que parece muy difícil de compaginar con la conservación, salvo si se olvida
que la población humana se duplica cada tres o cuatro décadas. Por eso sería
mejor llamarles ecófilos o amantes de la casa. No tienen un conocimiento
real de la naturaleza, simplemente sienten amor por sus manifestaciones
superficiales (árboles, plantas) y lo más grave es que han conseguido trasmitir
ese amor a muchos otros, que parecen empeñados en machacar el campo
siempre que pueden, construyendo casitas en eso que llaman urbanizaciones,
de modo que sus nietos no podrán conocer el campo verdadero.
Para muchos otros, el campo, las zonas verdes, se han
convertido en un objeto de consumo. Entre los bienes que la gente se ha
acostumbrado a consumir, también quiere tener su ración de zona verde. En teoría es un consumo barato: se reclama al
Ayuntamiento o se va al campo; esa moda, propagada por los ecófilos, está escapando de sus manos; tras haber popularizado las
excursiones campestres, queriendo convertir a los demás a su amor, en realidad,
han actuado como el aprendiz de brujo. Sus hijos espirituales, los
excursionistas de fin de semana (que habría que llamar mejor, consumidores
de naturaleza), llenan los campos
de latas, papeles o plásticos, cuando no encienden fuegos imprudentes que
terminan quemando el monte[1].
Además, ir al campo los domingos, en el automóvil, es un
entretenimiento poco ecológico: los millones de vehículos que invaden las
carreteras cada fin de semana, ceden a la atmósfera hartas toneladas de dióxido
de carbono, que poco ayudan a la limpieza del aire y a evitar el posible cambio
climático. La costumbre de salir al campo pudiera ser más un medio de
amortizar la inversión del automóvil que una verdadera necesidad; la ciudad
puede, y debe, ofrecer alicientes sobrados para entretenerse y, si la
humanidad sigue creciendo y ocupa el campo, desaparecerá y hace falta para
cultivos y montes, o lo que es lo mismo, comida y oxígeno.
¿Cómo nació ese deseo de contacto con la naturaleza?. Desde muy
antiguo ha existido. Ya los griegos consideraban a los míticos arcadios como la
expresión de lo que podía significar la vida campesina para la felicidad del
humano.
Y sigue en el tiempo este mito; en el Quijote se relata una
escena en que unos cuantos jóvenes de buena cuna, se visten de pastores y leen
églogas de Camoens en medio del campo, mientras cazan pajarillos con redes, no
con armas, lo que prueba que en esa época estaba vigente la idea arcádica. Pero
Cervantes acaba ridiculizándola, pues acto seguido, los pretendidos pastores
invitan a don Quijote, allí mismo, a una comida con manteles de hilo y vajilla.
La idea tiene un renacimiento a finales del
XVIII. Se expresa diciendo que el hombre es bondadoso por naturaleza y J. J.
Rousseau habla del “El buen salvaje”. El humano es bueno cuando es silvestre,
cuando está en contacto con la naturaleza. Cierto que Caín estaba en contacto
con la naturaleza, pero una vez cometido su crimen va a la ciudad, funda una
ciudad. Set el hermano que continua la estirpe de los hijos de Dios, se queda
en el campo. Y según la Biblia los hijos de los hombres habitan en ciudades y
los de Dios en el campo.
Seguir creyendo, como antaño, que un árbol a la puerta de
casa purifica nuestra ración de aire, al transformar el anhídrido carbónico en
oxígeno, es una ingenuidad. Ya criticó esta idea Sitte[2],
pero ahora con mayor razón, pues es conocimiento común que para estos procesos
son más importantes los bosques tropicales de la cuenca del Amazonas[3].
Por eso, aunque no sean tan grandes como los brasileños, dedicar a monte alto
gran parte de nuestras peladas sierras y las tierras que ahora se están
urbanizando traería un cuádruple beneficio: oxígeno (por un lado liberado por
la función clorofílica y por otro no consumido en caravanas automovilísticas de
fin de semana), explotación maderera, de la que tan deficitaria es España,
ayudar a reducir la desertización de nuestras tierras y ahorrar la inmensa
cantidad de agua que se emplea en mantener los pastizales privados de las
casitas de fin de semana.
[1]
En España, hace un siglo, en la Ley de Parques Nacionales (1916) se intentaba
que "los cansados y consumidos por
la ímproba labor y por respirar de continuo el aire viciado de las
ciudades" pudieran
"tonificarse física y moralmente...". Como se ve, ya desde
entonces se impulsaba a la gente a estropear el campo.
[2]
En su libro, Construcción de ciudades
según principios artísticos.
[3]
También se está extendiendo la idea de que no son los bosques los que más
oxígeno libre proporcionan, sino las grandes praderas de gramíneas.
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