viernes, 28 de agosto de 2015

Ciudad mediterránea y ecología



Ante la invasión del campo por las urbanizaciones, defender la ciudad mediterránea es una cuestión ecológica, entendiendo la ecología en su sentido etimológico, como logos (conocimiento) de la oikos (casa) del hombre y, apurando, del hombre civilizado (también en sentido etimológico: ciudadanizado). Lo cierto es que muchos de los que hoy se hacen llamar ecologistas difícilmente pueden ser tenidos por tales; reducen su idea de la ecología a tener amor por el campo y gustan de vivir en él. Su idea encierra una contradicción: por un lado quieren un campo “incontaminado” y cuidado; por otro, le quieren ocupar, llevar allí a la gente, lo que parece muy difícil de compaginar con la conservación, salvo si se olvida que la población humana se duplica cada tres o cuatro décadas. Por eso sería mejor llamarles ecófilos o amantes de la casa. No tienen un conocimiento real de la naturaleza, simplemente sienten amor por sus manifestaciones superficiales (árboles, plantas) y lo más grave es que han conseguido trasmitir ese amor a muchos otros, que parecen empeñados en machacar el campo siempre que pueden, construyendo casitas en eso que llaman urbanizaciones, de modo que sus nietos no podrán conocer el campo verdadero.
Para muchos otros, el campo, las zonas verdes, se han convertido en un objeto de consumo. Entre los bienes que la gente se ha acostum­brado a consumir, también quiere tener su ración de zona verde. En teoría es un consumo barato: se reclama al Ayuntamiento o se va al campo; esa moda, propagada por los ecófilos, está escapando de sus manos; tras haber popularizado las excursiones campestres, queriendo convertir a los demás a su amor, en realidad, han actuado como el aprendiz de brujo. Sus hijos espiri­tuales, los excursionistas de fin de semana (que habría que llamar mejor, consumidores de naturaleza), llenan los campos de latas, papeles o plásticos, cuando no en­cienden fuegos imprudentes que terminan quemando el monte[1].
Además, ir al campo los domingos, en el automóvil, es un entretenimiento poco ecológico: los millones de vehículos que invaden las carreteras cada fin de semana, ceden a la atmósfera hartas toneladas de dióxido de carbono, que poco ayudan a la limpieza del aire y a evitar el posible cambio climático. La costumbre de salir al campo pudie­ra ser más un medio de amortizar la inversión del automóvil que una verdadera necesidad; la ciudad puede, y debe, ofrecer alicientes sobrados para entrete­nerse y, si la humanidad sigue creciendo y ocupa el campo, desaparecerá y hace falta para cultivos y montes, o lo que es lo mis­mo, comida y oxíge­no.
¿Cómo nació ese deseo de contacto con la naturaleza?. Desde muy antiguo ha existido. Ya los griegos consideraban a los míticos arcadios como la expresión de lo que podía significar la vida campesina para la felicidad del humano.
         Y sigue en el tiempo este mito; en el Quijote se relata una escena en que unos cuantos jóvenes de buena cuna, se visten de pastores y leen églogas de Camoens en medio del campo, mientras cazan pajarillos con redes, no con armas, lo que prueba que en esa época estaba vigente la idea arcádica. Pero Cervantes acaba ridiculizándola, pues acto seguido, los pretendidos pastores invitan a don Quijote, allí mismo, a una comida con manteles de hilo y vajilla.
La idea tiene un renacimiento a finales del XVIII. Se expresa diciendo que el hombre es bondadoso por naturaleza y J. J. Rousseau habla del “El buen salvaje”. El humano es bueno cuando es silvestre, cuando está en contacto con la naturaleza. Cierto que Caín estaba en contacto con la naturaleza, pero una vez cometido su crimen va a la ciudad, funda una ciudad. Set el hermano que continua la estirpe de los hijos de Dios, se queda en el campo. Y según la Biblia los hijos de los hombres habitan en ciudades y los de Dios en el campo.
Seguir creyendo, como antaño, que un árbol a la puerta de casa purifica nuestra ración de aire, al transfor­mar el anhídrido carbónico en oxígeno, es una ingenuidad. Ya criticó esta idea Sitte[2], pero ahora con mayor razón, pues es conoci­miento común que para estos procesos son más importantes los bosques tropicales de la cuenca del Amazonas[3]. Por eso, aunque no sean tan grandes como los brasileños, dedicar a monte alto gran parte de nuestras peladas sierras y las tierras que ahora se están urbanizando traería un cuádruple beneficio: oxígeno (por un lado liberado por la función clorofílica y por otro no consumido en caravanas automovilísticas de fin de semana), explotación maderera, de la que tan defici­taria es España, ayudar a reducir la desertización de nuestras tie­rras y ahorrar la inmensa cantidad de agua que se emplea en mantener los pastizales privados de las casitas de fin de semana.


[1] En España, hace un siglo, en la Ley de Parques Nacionales (1916) se intentaba que "los cansados y consumidos por la ímproba labor y por respirar de continuo el aire viciado de las ciudades" pudieran "tonificarse física y moralmente...". Como se ve, ya desde entonces se impulsaba a la gente a estropear el campo.
[2] En su libro, Construcción de ciudades según principios artísticos.
[3] También se está extendiendo la idea de que no son los bosques los que más oxígeno libre proporcionan, sino las grandes praderas de gramíneas.

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