Y ahora es momento de ver otra cuestión importante en la evolución de las
ciudades, que es el modo de crecer. Desde lo estudiado hasta ahora, se deduce
que el crecimiento de la ciudad mediterránea no corresponde con lo que se
considera normal según la ciencia de la ciudad, el urbanismo, que es el llamado
crecimiento en mancha de aceite.
La cerca de Madrid, nombrada en la entrada anterior, que
sería la última, y que no se construye por razones defensivas, sino fiscales,
tiene sus correspondientes puertas, en cada una de las cuales aparecerá luego
una plaza[1]. Sin embargo, debido a la rapidez con que se ha producido este último
crecimiento, dentro del recinto no aparecen nuevas plazas[2].
Muchas de las ciudades meridionales han seguido un
proceso de crecimiento semejante a éste. Las plazas no nacían por voluntad
política de un gobernante (rey, señor o alcalde), sino que lo hacen de un modo
bastante natural, por el uso como lugar de reunión o mercado del descampado
cercano a una puerta de la cerca. A su alrededor se va edificando y, desde el
momento en que queda rodeada de caserío, la plaza está condenada a quedarse
pequeña. Si bien es cierto que esto ocurre en todas las ciudades, sean del tipo
meridional o nórdico, hay una diferencia fundamental entre ambas y es que en
las ciudades del sur aparecía inmediatamente una explanada fuera de la nueva
cerca de la ciudad, que se convertirá en plaza dispuesta a sustituir a la
antigua cuando fuera necesario. Una vez que aparece la necesidad y se produce
la sustitución, la vieja plaza pierde su atractivo y, a veces, incluso
desaparece[3]. De acuerdo con esto, en las ciudades del sur no resulta lógico llamar a
la plaza principal y sus alrededores, centro urbano, y cuadraría mejor el de foco
o foro, vocablo que tiene una vieja tradición para nominar este tipo de plazas, estén o no en el centro.
Crecimiento centrípeto y especulación del suelo
Por el contrario, en la ciudad del norte, el hito
ancestral mantiene un poder de atracción tal que determina que la ciudad sea
centrípeta, condicionando que su crecimiento tome la forma que, en teoría
urbana viene conociéndose como mancha de aceite. El proceso de crecimiento al
que queda abocada tiene un cierto paralelismo con el de las estrellas: al
aumentar la población (y el tamaño), esa atracción lleva a la congestión y, al
llegar a cierta dimensión, ya notable, que podríamos llamar tamaño crítico, la
tensión en el tejido urbano es tan grande que llega a explotar, tal como si
fuera una estrella nova. Los habitantes se extienden por los alrededores y el
casco pierde parte de la población.
La especulación es resultado de la falta de suelo
apetecible para edificar y esta falta se debe a dos causas. Una inevitable: el
aumento de la población urbana (mucho más rápida que la total de un país), y
otra causada por esta concepción de la ciudad: el centripetismo, según el cual
el valor de los terrenos crece cuanto más cerca estén del centro.
Dándose cuenta de ello, Arturo Soria pensó remediar este
asunto desde un esquema geométrico distinto: en la Ciudad Lineal sustituyó el
centro hito o centro puntual por un centro longitudinal, que ampliaba geométricamente
el lugar de origen de los precios altos, disminuyendo consecuentemente la
especulación. Curiosamente, al estudiar el problema partiendo de la existencia
del centro-hito nórdico, llegó a descubrir la ciudad jardín antes incluso de
que la redescubrieran en el norte de Europa, pero cometió el error de no darse
cuenta de que en un país mediterráneo, por aquel entonces todavía estaba viva
la ciudad tradicional y, naturalmente, fracasó por aplicar la calle ajardinada.
Crecimiento centrífugo
La ciudad mediterránea, era centrífuga y con escaso
apego a un lugar simbólico; tiene posibilidades no explotadas para ser mucho
más racional que la anterior, pues podría evitar la congestión (y la
consiguiente especulación) gracias a su capacidad para cambiar de centro o de
ser policéntrica. Los barrios de nueva planta pueden ir tomando el protagonismo
de la vida urbana poco a poco, de un modo más natural, sin brusquedades. Los
arrabales y suburbios que rodeen una nueva plaza (extramuros, por supuesto) se
convierten en terreno apetecible para edificar.
Es cierto que, simultáneamente puede producirse una suburbialización
de los centros abandonados, como el barrio de Ávila citado más arriba. Lo
cierto es que no será de forma tan brutal como la que, hasta hace pocos años,
se podía contemplar en muchos de los centros históricos, fruto de un abandono
ligado a una expectativa de especulación, para convertirlos en centro de
servicios, tras su conversión en ciudad moderna. En este caso, la presión
económica sobre las zonas centrales de la ciudad (los alrededores del hito)
actúan como enseñanza de las mañas de las ciudades del norte para los viejos
ciudadanos; las empresas de esas ciudades vienen aquí con su esquema mental
formado que les hace pagar lo que sea por estar cerca del centro, y acaban
convenciendo al ciudadano del sur de que la ciudad es así.
[1] Entre las cuales se cuentan las de S. Bernardo, de los
Pozos de la Nieve (o de Bilbao), Sta. Bárbara, Alcalá, Atocha, Portazgo, etc.
[2] Este hecho es demostrativo de lo hasta aquí dicho, pues
las plazas aparecen como resultado del uso de un terreno para este fin. Un
crecimiento rápido no permite establecer ese uso y, por lo tanto, no hay
plazas. La mayoría de las existentes ahora, fueron creadas, ya a principios del
XIX, por José I (que, ente otros motes, también recibió el de: el rey plazuelas), en solares de
conventos derribados (de ahí sus nombres: Mostenses, Sto. Domingo, Sta. Ana,
etc.).
[3]Como ha ocurrido con dos de las antiguas de Salamanca, el
Azogue viejo y el Azogue nuevo, situadas en las inmediaciones de la Catedral
Vieja y donde ahora está la Clerecía, respectivamente; pero esto se debió a que el tamaño de la nueva plaza, la de San Martín, era tan grande, que las anteriores no eran necesarias.
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