viernes, 10 de julio de 2015

Sobre los modos de crecer



Y ahora es momento de ver otra cuestión importante en la evolución de las ciudades, que es el modo de crecer. Desde lo estudiado hasta ahora, se deduce que el crecimiento de la ciudad mediterránea no corresponde con lo que se considera normal según la ciencia de la ciudad, el urbanismo, que es el llamado crecimiento en mancha de aceite.
La cerca de Madrid, nombrada en la entrada anterior, que sería la última, y que no se construye por razones defensivas, sino fiscales, tiene sus correspondientes puertas, en cada una de las cuales aparecerá luego una plaza[1]. Sin embargo, debido a la rapidez con que se ha producido este último crecimiento, dentro del recinto no aparecen nuevas plazas[2].
Muchas de las ciudades meridionales han seguido un proceso de crecimiento semejante a éste. Las plazas no nacían por voluntad política de un gobernante (rey, señor o alcalde), sino que lo hacen de un modo bastante natural, por el uso como lugar de reunión o mercado del descampado cercano a una puerta de la cerca. A su alrededor se va edificando y, desde el momento en que queda rodeada de caserío, la plaza está condenada a quedarse pequeña. Si bien es cierto que esto ocurre en todas las ciudades, sean del tipo meridional o nórdico, hay una diferencia fundamental entre ambas y es que en las ciudades del sur aparecía inmediatamente una explanada fuera de la nueva cerca de la ciudad, que se convertirá en plaza dispuesta a sustituir a la antigua cuando fuera necesario. Una vez que aparece la necesidad y se produce la sustitución, la vieja plaza pierde su atractivo y, a veces, incluso desaparece[3]. De acuerdo con esto, en las ciudades del sur no resulta lógico llamar a la plaza principal y sus alrededores, centro urbano, y cuadraría mejor el de foco o foro, vocablo que tiene una vieja tradición para nominar este tipo de plazas, estén o no en el centro.

Crecimiento centrípeto y especulación del suelo

Por el contrario, en la ciudad del norte, el hito ancestral mantiene un poder de atracción tal que determina que la ciudad sea centrípeta, condicionando que su crecimiento tome la forma que, en teoría urbana viene conociéndose como mancha de aceite. El proceso de crecimiento al que queda abocada tiene un cierto paralelismo con el de las estrellas: al aumentar la población (y el tamaño), esa atracción lleva a la congestión y, al llegar a cierta dimensión, ya notable, que podríamos llamar tamaño crítico, la tensión en el tejido urbano es tan grande que llega a explotar, tal como si fuera una estrella nova. Los habitantes se extienden por los alrededores y el casco pierde parte de la población.

La especulación es resultado de la falta de suelo apetecible para edificar y esta falta se debe a dos causas. Una inevitable: el aumento de la población urbana (mucho más rápida que la total de un país), y otra causada por esta concepción de la ciudad: el centripetismo, según el cual el valor de los terrenos crece cuanto más cerca estén del centro.
Dándose cuenta de ello, Arturo Soria pensó remediar este asunto desde un esquema geométrico distinto: en la Ciudad Lineal sustituyó el centro hito o centro puntual por un centro longitudinal, que ampliaba geométricamente el lugar de origen de los precios altos, disminuyendo consecuentemente la especulación. Curiosamente, al estudiar el problema partiendo de la existencia del centro-hito nórdico, llegó a descubrir la ciudad jardín antes incluso de que la redescubrieran en el norte de Europa, pero cometió el error de no darse cuenta de que en un país mediterráneo, por aquel entonces todavía estaba viva la ciudad tradicional y, naturalmente, fracasó por aplicar la calle ajardinada.

Crecimiento centrífugo

La ciu­dad mediterránea, era centrífuga y con escaso apego a un lugar simbóli­co; tiene posibilidades no explotadas para ser mucho más racional que la anterior, pues podría evitar la conges­tión (y la consiguiente especulación) gracias a su capacidad para cambiar de centro o de ser policéntri­ca. Los barrios de nueva planta pueden ir tomando el prota­gonismo de la vida urbana poco a poco, de un modo más natural, sin brusque­dades. Los arrabales y suburbios que rodeen una nueva plaza (extramuros, por supuesto) se convierten en terreno apetecible para edificar.
Es cierto que, simultáneamen­te puede producirse una suburbialización de los centros aban­donados, como el barrio de Ávila citado más arriba. Lo cierto es que no será de forma tan brutal como la que, hasta hace pocos años, se podía contem­plar en muchos de los centros históricos, fruto de un abandono ligado a una expectativa de especulación, para convertirlos en centro de servicios, tras su conversión en ciudad moderna. En este caso, la presión económica sobre las zonas centrales de la ciudad (los alrededores del hito) actúan como enseñanza de las mañas de las ciudades del norte para los viejos ciudadanos; las empresas de esas ciudades vienen aquí con su esquema mental formado que les hace pagar lo que sea por estar cerca del centro, y acaban convenciendo al ciudadano del sur de que la ciudad es así.


[1] Entre las cuales se cuentan las de S. Bernardo, de los Pozos de la Nieve (o de Bilbao), Sta. Bárbara, Alcalá, Atocha, Portazgo, etc.
[2] Este hecho es demostrativo de lo hasta aquí dicho, pues las pla­zas aparecen como resultado del uso de un terreno para este fin. Un creci­miento rápido no permite establecer ese uso y, por lo tanto, no hay plazas. La mayoría de las existentes ahora, fueron creadas, ya a principios del XIX, por José I (que, ente otros motes, también recibió el de: el rey plazuelas), en solares de conventos derribados (de ahí sus nombres: Mostenses, Sto. Domingo, Sta. Ana, etc.).
[3]Como ha ocurrido con dos de las antiguas de Salamanca, el Azogue viejo y el Azogue nuevo, situadas en las inmediaciones de la Catedral Vieja y donde ahora está la Clerecía, respectivamente; pero esto se debió a que el tamaño de la nueva plaza, la de San Martín, era tan grande, que las anteriores no eran necesarias.

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