viernes, 31 de julio de 2015

La “rue corridor” o la calle ciudadana





La forma de las calles, ade­más de proporcionar abrigo suficiente para albergar sus relaciones sociales, es muy favorable para que el ciudadano se defienda de sus enemigos vivos. La razón que impulsó tanto a Nerón como a Haussman (a éste por orden de Napo­león III), a abrir las avenidas fué política: para poder dominar a sus súbditos; el uno temeroso de la siempre posible rebelión de un pueblo empobrecido[1] y el otro escarmentado de las barricadas de 1848, que fueron grave problema porque el ciudadano se defendía bien en ellas.
Y es que en aquellas barricadas el pueblo utilizó una táctica ciudadana, urbana, semejante a la de los griegos en el desfiladero de las Termópilas, que no es otra cosa que una versión del divide y vencerás. Obligando al atacante a la lucha en frentes estrechos, necesariamente ha de fraccionar sus fuerzas en grupos pequeños; por muy superior que sea en número, y aunque cada defensor deba enfrentarse con varios enemigos, lo hará uno por uno y no contra todos a la vez. Y esto es posible hacerlo en las calles estrechas que, por otro lado, impiden al ejército atacante (o represor) el despliegue adecuado de sus fuerzas, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de las tácticas bélicas fueron inventadas para las batallas en campo abierto.
Además de ello, también la disposición de las calles, con revueltas, ayuda a la defensa natural del ciudadano; gracias a esa división en tramos cortos, un hipotético atacante con armas de guerra pierde la ventaja de luchar a distancia, al no poder disparar desde lejos; ello le obliga a acercarse y a quedar al alcance de las armas menos potentes del ciudadano (generalmente armas de caza). De ahí, que el interés político del príncipe haga preferibles las grandes avenidas. No hace mucho, en el mayo de 1968 francés, los estudiantes demostraron conocer instintivamente este viejo modo de aprovechar las condiciones urbanas para luchar cuando se enfrentaron a la policía en las callejuelas del Barrio Latino, y no en las imperiales avenidas haussmanescas, en las que la fuerza pública habría tenido la ventaja de su parte, aunque en esta ocasión, los proyectiles fueran bolas de goma.

El ciudadano y su calle

Por todas estas razones, desde épocas muy antiguas los ciudadanos han sido perfectamente conscientes de las ventajosas condiciones de sus calles, y han demostrado su apego a ellas. La mayoría de las viejas ciudades está urbanizada según este modelo y, en los casos en que se encuentre un trazado regular, hay que buscar detrás de él la mano de un príncipe poderoso o de una organización supraciudadana.
Así, en muchas ciudades nacidas sobre la trama ortogonal de antiguos campamentos militares romanos, ahora es casi imposible reconocer el cardo y el decumano, como en Sevilla o en León, desaparecidos porque las calles fueron ciudadanizándose, en un proceso que muchos, por incomprensión, consideran caótico. Es corriente encontrar expresiones en artículos o libros, en los que se califica la parte antigua de la ciudad como dédalo de callejuelas, a lo que a menudo se añade: sin planificación urbana, cuando en realidad la tenía, aunque con un sentido muy distinto al que ahora se quiere dar. No es correcto considerar caótico lo que está hecho casi intencionadamente.


[1] La industria estaba en manos de los ricos, que producían con mano de obra esclava, procedente de las frecuentes guerras, por lo que los hombres libres y pobres no podían mantenerse.

lunes, 27 de julio de 2015

La calle: elemento de transición.



También hay otra función de la calle estrecha de la que conviene hablar. Las personas viven en dos ambientes, por lo general muy distintos entre sí: el interior y el exterior de los edificios. El paso de uno a otro supone, la mayor parte del año, un brusco cambio de las condiciones ambientales que el ser humano no puede por menos que acusar. Salvo unos pocos días de primavera u otoño, en que las condiciones climáticas del interior y del exterior sean muy semejantes, cuando va a dar ese paso, es consciente de que va a exigir un esfuerzo a su organismo para adaptarse a unas condiciones diferentes de las que ha llevado en las últimas horas; cuando se trata de salir hacia el exterior, además, esas condiciones van a empeorar sensiblemente.
Y aquí aparece otra ventaja de la vieja calle, pues forma un espacio intermedio entre el exterior y el exterior. Las ciuda­des mediterráneas pueden considerarse como una especie de edificio muy grande en el que, lo que normalmente llamamos casas o edificios serían más bien locales o habitaciones situadas en los lados de unos pasillos, las calles. La relación dentro-fuera no tiene una definición clara. Viendo la planta de las casas griegas o romanas, organizadas alrededor de un atrio o patio, que servía como elemento de comunicación entre los locales habitables, se hace evidente que en ellas distinguir el interior de la casa del exterior es una cosa y la distinción entre aire interior y aire libre otra; en el interior de la casa hay, como elemento fundamental, el aire libre. La diferenciación entre intramuros y extramuros, es decir entre ciudad y campo, es casi más importante que lo que diferencia la casa de la calle. Así, ésta es un estadio intermedio, ni fuera ni dentro. La prolongación de la vida en la calle resulta así mucho más sencilla, suavizando el contraste de pasar desde el ambiente interior al exterior de modo brusco. En estas ciudades, el verdadero cambio brusco se produce entre el interior de la cerca, intramuros, y el exterior, extramuros.
En las ciudades modernas, con calles amplias, se han perdido estos aspectos; el paso entre interior y exterior se ha hecho brutal. Desde la protección climática de la casa (mucho más perfeccionada que en la antigüedad) al espacio abierto, no protegido, del jardín y la calle sin fachadas protectoras, el contraste es inmenso; además de aclimatarse al cambio de temperaturas, es también problema acomodarse al cambio de luz. En el clima mediterráneo, con una intensidad de luz diurna muy grande, este contraste es también muy incómodo. Para hacerse una idea de la necesidad de acomodación al cambio de intensidad luminosa, pueden citarse los túneles de carretera; cuando tienen iluminación artificial, se procura que en las entradas sea más intensa, disminuyendo conforme se avanza hacia el interior; se consigue así que el ojo se acostumbre gradualmente a las nuevas condiciones. Cuando no hay iluminación, al entrar se produce una ceguera momentánea, durante la que puede ocurrir cualquier cosa.
En las urbanizaciones abiertas, esta aclimatación necesaria ha hecho que salir al exterior se haya convertido, psicológicamente, en un paso todavía más difícil de dar, por ser las condiciones extremas; piénsese que además de la luz y la temperatura, en el exterior pueden encontrarse humedad (lluvia) y viento; si a ello se suma la pereza innata en el ser humano, salir de la casa aislada es más difícil que de la situada entre medianeras[1]. Y lo preocupante de este encerrarse en la casa, es que se dificulta la relación entre vecinos, base de la ciudadanía. Aunque, si bien se ha reducido el número de salidas al exterior, fuera de la casa, hay que reconocer también que se sigue saliendo a los afanes cotidianos: trabajo, compra, etc., pero aquí aparece una solución al problema: el automóvil; a poco de ponerlo en marcha, el clima artificial interior del mismo puede igualar el de la casa que acaba de dejarse, por lo que no hay pereza mental para tomarlo.
Sin embargo, aunque el automóvil permite dar cómodamente ese difícil paso, es una solución poco adecuada, tanto desde el punto de vista de la sociabilidad de las personas, como de la ecología. Sería mucho mejor disponer de un espacio intermedio con la suficiente entidad como para que llegue a producirse una acomodación más suave, y esa función la cumple la calle mediterránea. Al favorecer la posibilidad de salir o entrar entre dos ambientes más parecidos, hace más sencillo dar el paso de salir y, desde este punto de vista es un adecuado medio para favorecer la sociabilidad.


[1]El paseo como ejercicio físico diario ha sido sustituido por la carrera con atuendo deportivo de los domingos, es decir, una salida semanal en vez de siete.

viernes, 17 de julio de 2015

El matacanónigos


Un detalle revelador del uso original de la ciudad mediterránea que hemos descrito es que el centro cívico y el religioso, la plaza y la catedral, suelen estar separados. En gran parte de Europa, la iglesia mayor sigue siendo el centro de la ciudad o, al menos, lo ha sido hasta hace poco tiempo. Se cree que la Iglesia mayor ha de ser el centro de la ciudad porque se trata del hito religioso por excelencia y, por lo tanto debe ocupar su posición. Sin embargo, en muchas de las ciudades españolas de trama mediterránea tal cosa no ocurre. Centro y catedral se han alejado, e incluso se han hecho nuevas catedrales en solares alejados de la plaza principal.
La explicación de esta aparente anomalía del orden urbano en las ciudades mediterráneas está en el uso de la plaza como lugar vividero. En las cercanías de la torre de la catedral se produce un viento, que en ciertas épocas del año es muy fuerte y molesto. Se podría llamar ventolera de la torre (puesto que a su existencia se debe) o, como llaman en Sevilla al que produce la Giralda, matacanónigos[1]. Este viento hace incómoda la plaza, que tiende a alejarse de las torres catedralicias. Así, en Toledo o en Sevilla[2] las plazas se alejan de esa incomodidad. En Salamanca, la Catedral Nueva ya se construyó lejos de la plaza; de hecho ni siquiera tenía alrededor algo que mereciera el nombre de plaza, y es llano, puesto que la moderna plaza de Anaya (abierta a principios del siglo XIX) deja ver una fachada de la catedral casi completamente desprovista de decoración[3]. La fachada importante, recargada de decoración, da a una calle estrecha, y es frontera al edificio de las Escuelas Mayores, el edificio histórico de la Universidad, por lo que no había posibilidad de abrir por ese lado la plaza.
La escritora salmantina Carmen Martín Gaite, en su discurso de aceptación del premio Castilla y León de las letras (1991) contaba que un día, siendo estudiante, el viento de la torre salmantina la tiró al suelo y como resultado de ello le quedo el mote de “la que el viento se llevó”.
Pensado desde el viejo hito, alejar el templo del centro sería un sacrilegio, pero es que, además, en el norte no se siente la necesidad de sentirse protegido estando en la calle: hace frio con demasiada frecuencia.
El conocimiento de que la torre de la catedral induce una situación incómoda para los usuarios de la plaza es antiguo, y prueba de ello es que Felipe II, en las Leyes de Indias relativas a fundaciones de ciudades, ordena: "el templo en lugares mediterráneos no se ponga en la plaça sino distante della ..."[4]. Muy probablemente, el rey previó que las iglesias mayores tuvieran torres altas, como las de la península, pero los frecuentes terremotos en las tierras indianas, hicieron que las torres, en general, se construyeran de baja altura. Sabedores de que el alejamiento de la iglesia y la plaza se debía a esta cuestión, el matacanónigos, muchas de las iglesias de las tierras ultramarinas, están en la plaza, contra la norma filipina.

La protección en los espacios abiertos

Otro detalle es que las plazas tienen casi siempre pórticos o soportales. Su origen parece deberse a la necesidad de resguardo de los comerciantes, como lo indica que se llamen también lonjas[5]. Las lonjas servían también, en las horas no comerciales, de resguardo para los peatones. Para este último uso se han seguido haciendo lonjas en las plazas, aun cuando el comercio ya se hacía en locales, pues este espacio urbano, la plaza, por la extensión de la zona desprotegida necesita algún elemento que sirva de protección al ciudadano.


[1] Algunos sostienen que en realidad no es matar sino otra palabra malsonante que cuadraría mejor, pues el viento no produce la muerte de los canónigos, sino solamente catarros y otras enfermedades no buenas para la edad avanzada.
[2] En Segovia la actual Plaza Mayor está al lado de la catedral y de su torre, pero su nombre, Azoguejo, que quiere decir "mercado chico" (dimi­nutivo castellano del árabe, zoco), como en Ávila, hace suponer que debió haber algún Azogue grande, situado en otro lugar.
[3] Esta plaza de Anaya fue abierta por el general francés Murat durante la invasión napoleónica.
[4] Ley 124 de las relativas a la fundación de ciudades de 1573. Hay que hacer notar que la palabra mediterráneos no se refiere a los alrededores del mar, como se está haciendo a lo largo de este texto, sino a los lugares no marítimos, que están en medio de la tierra.
[5] Del italiano loggia, pero como resultado, este nombre lo han tomado los lugares o edificios dedicados al comercio aunque su forma arquitectónica sea muy distinta