viernes, 12 de junio de 2015

La civilización



Hay razones para pensar que la civilización se crea en las ciudades cerradas y no en éstas abiertas. La primera es que en estas ciudades cerradas la civilización lleva desarrollándose ocho mil años, cuando las abiertas se civilizaron (se hicieron ciudades), como mucho hace unos dos mil, y precisamente fueron civilizadas por los habitantes de las cerradas. Una segunda razón es el clima mediterráneo y, en conjunción con él, la existencia de un elemento clave en la ciudad: la calle pasillo o corredor. Pero hablar de esta cuestión requiere alguna explicación preliminar.
Las religiones
Según Fustel de Coulanges, en sus orígenes, las religiones eran familiares; cada familia (tomado el término en sentido amplio, como la gens romana) tenía sus dioses y el santuario era la vivienda, la casa familiar. En muchas religiones actuales es norma común (que en otras se ha perdido, pero existió) restringir el acceso a los santuarios, no permitiéndose la entrada a los no iniciados ni a los infieles, y en algunas, ni siquiera a los fieles, sino solamente a los sacerdotes, indicio claro de que esto ocurría también en los orígenes. Por esta razón, los de otras tribus o familias no podían entrar en casas ajenas, consideradas como templo de la religión.
Los ritos matrimoniales del viejo mundo del sur (que perduran todavía) pudieran reflejar esa costumbre, pues son mucho más complicados e importantes de lo que cabría esperar para la unión de un varón y una mujer. Se diría que con una sencilla ceremonia (y, como mucho, un contrato escrito) podría quedar confirmada esa unión si desde antiguo se hubiera hecho de modo natural al llegar a la pubertad. La complicación puede explicarse interpretando los ritos como una ceremonia iniciática, en la que uno de los contrayentes, al abandonar su casa para ir a la del otro, abandona también su religión familiar y entra a formar parte de una nueva[1].
La calle
En su calidad de santuario, la casa de la ciudad mediterránea es socialmente cerrada al exterior, y físicamente expresa fácilmente esta cualidad debido a su génesis entre medianeras. Si la casa tiene un carácter cerrado a los extraños, las relaciones entre vecinos deben hacerse fuera de ella. Y no hay que buscar lejos el lugar adecuado: la tortuosa calle de las ciudades mediterráneas se presta a las mil maravillas. Por su configuración se suavizan las temperaturas extremas, tanto de frío como de calor (que no son excesivos), protege del sol con sus fachadas en el borde de la calle y de los vientos con sus revueltas; incluso de las lluvias aunque, como son climas secos del mediterráneo, sean poco frecuentes. Los jardines tienen cercas altas que, si por un lado sirven para mantener la intimidad de la casa-santuario y proteger las plantas decorativas de la desecación (dando sombra y protegiendo del viento), por otro tienen una función social, cerrando los bordes de la calle y continuando en lo posible la función protectora de las fachadas. En esa calle, el ciudadano se encuentra protegido del clima, y se beneficia de la posibilidad de vivir fuera de las casas, al aire libre. No hay ningún inconveniente en buscar allí la vida de relación, sin recurrir a la entrada en la intimidad familiar y religiosa.
A diferencia de ellos, los habitantes de los climas más fríos o lluviosos, como los del norte de Europa, se ven obligados a vivir encerrados en sus casas durante una gran parte del año. Solamente unos pocos podrán prolongar una vida social rica durante el invierno cuando, mucho más tarde, habiten en grandes construcciones, como palacios o monasterios; pero esto ocurrió después.
La existencia de este elemento urbano, la calle, ha permitido la vida social al aire libre en los lugares de clima mediterráneo. Contra la creencia general, la calle resulta ser una buena escuela de ciudadanía. Pareciera que los chicos que hacen su vida en la calle son bastante libres  al estar alejados de la mirada vigilante de sus padres, pero no es tan cierto. Una de las consecuencias del orden civilizado tradicional es que todos los ciudadanos se encuentran obligados a colaborar en la educación y cuidado de los menores, conscientes de que son los futuros ciudadanos[2]. Y precisamente a esta labor ayuda la habitabilidad que proporciona la calle estrecha; los ciudadanos están más tiempo en ella, de modo que siempre hay algún mayor cerca; hay una vigilancia constante, que impide la libertad de poder hacer cualquier gamberrada.


[1] Era la novia la que cambiaba de religión. En las bodas la novia va de blanco (e incluso en algunas regiones es de mala educación que las invitadas utilicen ese color, exclusivo de la novia); por el contrario el novio no lleva ningún atuendo especial y a menudo se confunde con los testigos. La novia es la verdadera protagonista de la ceremonia. Lo más probable es que ese color blanco representara la pureza del neófito que entra en una nueva religión (en este caso la del marido), aunque con el tiempo muchos piensen que es símbolo de la virginidad física.
[2] Esta faceta de la vida ciudadana ha sido puesta de manifiesto por J. Jacobs en su Vida y muerte en las grandes ciudades.

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