Hay razones para pensar que la civilización se crea en las ciudades cerradas
y no en éstas abiertas. La primera es que en estas ciudades cerradas la
civilización lleva desarrollándose ocho mil años, cuando las abiertas se
civilizaron (se hicieron ciudades), como mucho hace unos dos mil, y
precisamente fueron civilizadas por los habitantes de las cerradas. Una segunda
razón es el clima mediterráneo y, en conjunción con él, la existencia de un
elemento clave en la ciudad: la calle pasillo o corredor. Pero hablar de esta
cuestión requiere alguna explicación preliminar.
Las religiones
Según Fustel de Coulanges, en sus orígenes, las
religiones eran familiares; cada familia (tomado el término en sentido amplio,
como la gens romana) tenía sus dioses y el santuario era la vivienda, la casa
familiar. En muchas religiones actuales es norma común (que en otras se ha
perdido, pero existió) restringir el acceso a los santuarios, no permitiéndose
la entrada a los no iniciados ni a los infieles, y en algunas, ni siquiera a
los fieles, sino solamente a los sacerdotes, indicio claro de que esto ocurría
también en los orígenes. Por esta razón, los de otras tribus o familias no
podían entrar en casas ajenas, consideradas como templo de la religión.
Los ritos matrimoniales del viejo mundo del sur (que
perduran todavía) pudieran reflejar esa costumbre, pues son mucho más complicados
e importantes de lo que cabría esperar para la unión de un varón y una mujer.
Se diría que con una sencilla ceremonia (y, como mucho, un contrato escrito)
podría quedar confirmada esa unión si desde antiguo se hubiera hecho de modo
natural al llegar a la pubertad. La complicación puede explicarse interpretando
los ritos como una ceremonia iniciática, en la que uno de los contrayentes, al
abandonar su casa para ir a la del otro, abandona también su religión familiar
y entra a formar parte de una nueva[1].
La calle
En su calidad de santuario, la casa de la ciudad
mediterránea es socialmente cerrada al exterior, y físicamente expresa
fácilmente esta cualidad debido a su génesis entre medianeras. Si la casa tiene
un carácter cerrado a los extraños, las relaciones entre vecinos deben hacerse
fuera de ella. Y no hay que buscar lejos el lugar adecuado: la tortuosa calle
de las ciudades mediterráneas se presta a las mil maravillas. Por su
configuración se suavizan las temperaturas extremas, tanto de frío como de
calor (que no son excesivos), protege del sol con sus fachadas en el borde de
la calle y de los vientos con sus revueltas; incluso de las lluvias aunque,
como son climas secos del mediterráneo, sean poco frecuentes. Los jardines
tienen cercas altas que, si por un lado sirven para mantener la intimidad de la
casa-santuario y proteger las plantas decorativas de la desecación (dando
sombra y protegiendo del viento), por otro tienen una función social, cerrando
los bordes de la calle y continuando en lo posible la función protectora de las
fachadas. En esa calle, el ciudadano se encuentra protegido del clima, y se
beneficia de la posibilidad de vivir fuera de las casas, al aire libre. No hay
ningún inconveniente en buscar allí la vida de relación, sin recurrir a la entrada
en la intimidad familiar y religiosa.
A diferencia de ellos, los habitantes de los climas más
fríos o lluviosos, como los del norte de Europa, se ven obligados a vivir
encerrados en sus casas durante una gran parte del año. Solamente unos pocos
podrán prolongar una vida social rica durante el invierno cuando, mucho más
tarde, habiten en grandes construcciones, como palacios o monasterios; pero
esto ocurrió después.
La existencia de este elemento urbano, la calle, ha
permitido la vida social al aire libre en los lugares de clima mediterráneo.
Contra la creencia general, la calle resulta ser una buena escuela de
ciudadanía. Pareciera que los chicos que hacen su vida en la calle son bastante
libres al estar alejados de la mirada
vigilante de sus padres, pero no es tan cierto. Una de las consecuencias del
orden civilizado tradicional es que todos los ciudadanos se encuentran
obligados a colaborar en la educación y cuidado de los menores, conscientes de
que son los futuros ciudadanos[2].
Y precisamente a esta labor ayuda la habitabilidad que proporciona la calle
estrecha; los ciudadanos están más tiempo en ella, de modo que siempre hay
algún mayor cerca; hay una vigilancia constante, que impide la libertad de
poder hacer cualquier gamberrada.
[1] Era la novia la que cambiaba de religión. En las bodas
la novia va de blanco (e incluso en algunas regiones es de mala educación que
las invitadas utilicen ese color, exclusivo de la novia); por el contrario el
novio no lleva ningún atuendo especial y a menudo se confunde con los testigos.
La novia es la verdadera protagonista de la ceremonia. Lo más probable es que
ese color blanco representara la pureza del neófito que entra en una nueva
religión (en este caso la del marido), aunque con el tiempo muchos piensen que
es símbolo de la virginidad física.
[2] Esta faceta de la vida ciudadana ha sido puesta de
manifiesto por J. Jacobs en su Vida y muerte en las grandes ciudades.
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