viernes, 19 de junio de 2015

La calle


También hay otra función de la calle estrecha de la que conviene hablar. Las personas viven en dos ambientes, por lo general muy distintos entre sí: el interior y el exterior de los edificios. El paso de uno a otro supone, la mayor parte del año, un brusco cambio de las condiciones ambientales que el ser humano no puede por menos que acusar. Salvo unos pocos días de primavera u otoño, en que las condiciones climáticas del interior y del exterior sean muy semejantes, cuando va a dar ese paso, es consciente de que va a exigir un esfuerzo a su organismo para adaptarse a unas condiciones diferentes de las que ha llevado en las últimas horas; cuando se trata de salir hacia el exterior, además, esas condiciones van a empeorar sensiblemente.
Y aquí aparece otra ventaja de la vieja calle, pues forma un espacio intermedio entre el exterior y el exterior. Las ciudades mediterráneas pueden considerarse como una especie de edificio muy grande en el que, lo que normalmente llamamos casas o edificios serían más bien locales o habitaciones situadas en los lados de unos pasillos, las calles. La relación dentro-fuera no tiene una definición clara. Viendo la planta de las casas griegas o romanas, organizadas alrededor de un atrio o patio, que servía como elemento de comunicación entre los locales habitables, se hace evidente que en ellas distinguir el interior de la casa del exterior es una cosa y la distinción entre aire interior y aire libre otra; en el interior de la casa hay, como elemento fundamental, el aire libre. La diferenciación entre intramuros y extramuros, es decir entre ciudad y campo, es casi más importante que lo que diferencia la casa de la calle. Así, ésta es un estadio intermedio, ni fuera ni dentro. La prolongación de la vida en la calle resulta así mucho más sencilla, suavizando el contraste de pasar desde el ambiente interior al exterior de modo brusco. En estas ciudades, el verdadero cambio brusco se produce entre el interior de la cerca, intramuros, y el exterior, extramuros.
En las ciudades modernas, con calles amplias, se han perdido estos aspectos; el paso entre interior y exterior se ha hecho brutal. Desde la protección climática de la casa (mucho más perfeccionada que en la antigüedad) al espacio abierto, no protegido, del jardín y la calle sin fachadas protectoras, el contraste es inmenso; además de aclimatarse al cambio de temperaturas, es también problema acomodarse al cambio de luz. En el clima mediterráneo, con una intensidad de luz diurna muy grande, este contraste es también muy incómodo. Para hacerse una idea de la necesidad de acomodación al cambio de intensidad luminosa, pueden citarse los túneles de carretera; cuando tienen iluminación artificial, se procura que en las entradas sea más intensa, disminuyendo conforme se avanza hacia el interior; se consigue así que el ojo se acostumbre gradualmente a las nuevas condiciones. Cuando no hay iluminación, al entrar se produce una ceguera momentánea, durante la que puede ocurrir cualquier cosa.
En las urbanizaciones abiertas, esta aclimatación necesaria ha hecho que salir al exterior se haya convertido, psicológicamente, en un paso todavía más difícil de dar, por ser las condiciones extremas; piénsese que además de la luz y la temperatura, en el exterior pueden encontrarse humedad (lluvia) y viento; si a ello se suma la pereza innata en el ser humano, salir de la casa aislada es más difícil que de la situada entre medianeras. Y lo preocupante de este encerrarse en la casa, es que se dificulta la relación entre vecinos, base de la ciudadanía. Aunque, si bien se ha reducido el número de salidas al exterior, fuera de la casa, hay que reconocer también que se sigue saliendo a los afanes cotidianos: trabajo, compra, etc., pero aquí aparece una solución al problema: el automóvil; a poco de ponerlo en marcha, el clima artificial interior del mismo puede igualar el de la casa que acaba de dejarse, por lo que no hay pereza mental para tomarlo.
Sin embargo, aunque el automóvil permite dar cómodamente ese difícil paso, es una solución poco adecuada, tanto desde el punto de vista de la sociabilidad de las personas, como de la ecología. Sería mucho mejor disponer de un espacio intermedio con la suficiente entidad como para que llegue a producirse una acomodación más suave, y esa función la cumple la calle mediterránea. Al favorecer la posibilidad de salir o entrar entre dos ambientes más parecidos, hace más sencillo dar el paso de salir y, desde este punto de vista es un adecuado medio para favorecer la sociabilidad.

La “rue corridor” o la calle ciudadana

La forma de las calles, además de proporcionar abrigo suficiente para albergar sus relaciones sociales, es muy favorable para que el ciudadano se defienda de sus enemigos vivos. La razón que impulsó tanto a Nerón como a Haussman (a éste por orden de Napoleón III), a abrir las avenidas fue política: para poder dominar a sus súbditos; el uno temeroso de la siempre posible rebelión de un pueblo empobrecido  y el otro escarmentado de las barricadas de 1848, que fueron grave problema porque el ciudadano se defendía bien en ellas.
Y es que en aquellas barricadas el pueblo utilizó una táctica ciudadana, urbana, semejante a la de los griegos en el desfiladero de las Termópilas, que no es otra cosa que una versión del divide y vencerás. Obligando al atacante a la lucha en frentes estrechos, necesariamente ha de fraccionar sus fuerzas en grupos pequeños; por muy superior que sea en número, y aunque cada defensor deba enfrentarse con varios enemigos, lo hará uno por uno y no contra todos a la vez. Y esto es posible hacerlo en las calles estrechas que, por otro lado, impiden al ejército atacante (o represor) el despliegue adecuado de sus fuerzas, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de las tácticas bélicas fueron inventadas para las batallas en campo abierto.
Además de ello, también la disposición de las calles, con revueltas, ayuda a la defensa natural del ciudadano; gracias a esa división en tramos cortos, un hipotético atacante con armas de guerra pierde la ventaja de luchar a distancia, al no poder disparar desde lejos; ello le obliga a acercarse y a quedar al alcance de las armas menos potentes del ciudadano (generalmente armas de caza). De ahí, que el interés político del príncipe haga preferibles las grandes avenidas. No hace mucho, en el mayo de 1968 francés, los estudiantes demostraron conocer instintivamente este viejo modo de aprovechar las condiciones urbanas para luchar cuando se enfrentaron a la policía en las callejuelas del Barrio Latino, y no en las imperiales avenidas haussmanescas, en las que la fuerza pública habría tenido la ventaja de su parte, aunque en esta ocasión, los proyectiles fueran bolas de goma.

El ciudadano y su calle

Por todas estas razones, desde épocas muy antiguas los ciudadanos han sido perfectamente conscientes de las ventajosas condiciones de sus calles, y han demostrado su apego a ellas. La mayoría de las viejas ciudades está urbanizada según este modelo y, en los casos en que se encuentre un trazado regular, hay que buscar detrás de él la mano de un príncipe poderoso o de una organización supraciudadana.
Así, en muchas ciudades nacidas sobre la trama ortogonal de antiguos campamentos militares romanos, ahora es casi imposible reconocer el cardo y el decumano, como en Sevilla o en León, desaparecidos porque las calles fueron ciudadanizándose, en un proceso que muchos, por incomprensión, consideran caótico. Es corriente encontrar expresiones en artículos o libros, en los que se califica la parte antigua de la ciudad como dédalo de callejuelas, a lo que a menudo se añade: sin planificación urbana, cuando en realidad la tenía, aunque con un sentido muy distinto al que ahora se quiere dar. No es correcto considerar caótico lo que está hecho casi intencionadamente.

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