viernes, 26 de junio de 2015

El crecimiento de la ciudad


Partiendo de una ciudad de trama tupida, en la que no hay plazas, como se ha explicado, puede deducirse el modo de nacer éstas.
 

El lugar de reunión no podía estar dentro de los muros, y para ello se utilizaba una campa extramuros. En textos antiguos, incluyendo la Biblia, se habla de que las reuniones se hacían fuera de las puertas. Sin olvidar el origen de la palabra Foro, lo que está fuera, con la que se conocía la plaza principal en las ciudades romanas. Por ello hay que suponer que la plaza, nació fuera de la ciudad. Una campa, al lado de una de las puertas de la cerca, servía para este fin.
Hay además otras cuestiones que contemplar. A las ciudades llegan, necesariamente, muchos extranjeros. Una ciudad crece porque hay riqueza y de poco vale la riqueza sin comercio, sin intercambio con otras ciudades; los comerciantes de la antigüedad, buhoneros que iban de unas a otras intercambiando productos, no podían entrar en la ciudad, entre otras cosas, porque algunos podrían aprovechar su oficio como disfraz para espiar los puntos débiles de las defensas de la ciudad y preparar acciones de conquista.
Además, si la casa era el santuario de los dioses familiares, de modo semejante se puede considerar que la ciudad era el santuario de los dioses comunes a todas las familias ciudadanas. En las religiones clásicas hay una pirámide de deidades[1], a la que corresponde una serie de santuarios proporcionados. Por las mismas razones que se impedía la entrada en la casa a los extraños a la religión familiar, los extranjeros tendrían vedada la entrada en ese santuario ciudadano[2].  
Con el tiempo, en los bordes de la campa se establecen los comerciantes edificando almacenes e incluso viviendas y la plaza queda cerrada. La ciudad crece alrededor y llega un momento en que se ve la necesidad de construir una nueva cerca que englobe el nuevo caserío. Pero como también aumenta la población, la plaza se queda pequeña y es necesario tener una nueva, más amplia que, naturalmente, nace al lado de una puerta, normalmente la que ha aparecido en la parte nueva de la cerca.
Una característica importante de las nuevas plazas, es que los caminos que vienen de fuera van a confluir en ellas, por fuera de la cerca. Lo cual es natural si se piensa que por esos caminos llegan las mercancías que se venderán en la plaza.


[1] Que van desde los penates fami­liares, o dioses lares, hasta los padres de los dioses, Cronos, Urano, ..., pasando por estos protectores de la ciu­dad, tal como Atenea lo era de Atenas.
[2] Lo cual sigue ocurriendo en ciertas ciudades santas, como en La Meca. Realmente allí está prohibida la entrada de quienes no pertenecen a la religión islámica, lo que es exactamente el mismo caso, con otro tipo de religión. En las ciudades antiguas (según Fustel de Coulanges), religión y ciudadanía están estrechamente unidas y los no ciudadanos, los extranjeros, no pueden tener la religión de la ciudad.

viernes, 19 de junio de 2015

La calle


También hay otra función de la calle estrecha de la que conviene hablar. Las personas viven en dos ambientes, por lo general muy distintos entre sí: el interior y el exterior de los edificios. El paso de uno a otro supone, la mayor parte del año, un brusco cambio de las condiciones ambientales que el ser humano no puede por menos que acusar. Salvo unos pocos días de primavera u otoño, en que las condiciones climáticas del interior y del exterior sean muy semejantes, cuando va a dar ese paso, es consciente de que va a exigir un esfuerzo a su organismo para adaptarse a unas condiciones diferentes de las que ha llevado en las últimas horas; cuando se trata de salir hacia el exterior, además, esas condiciones van a empeorar sensiblemente.
Y aquí aparece otra ventaja de la vieja calle, pues forma un espacio intermedio entre el exterior y el exterior. Las ciudades mediterráneas pueden considerarse como una especie de edificio muy grande en el que, lo que normalmente llamamos casas o edificios serían más bien locales o habitaciones situadas en los lados de unos pasillos, las calles. La relación dentro-fuera no tiene una definición clara. Viendo la planta de las casas griegas o romanas, organizadas alrededor de un atrio o patio, que servía como elemento de comunicación entre los locales habitables, se hace evidente que en ellas distinguir el interior de la casa del exterior es una cosa y la distinción entre aire interior y aire libre otra; en el interior de la casa hay, como elemento fundamental, el aire libre. La diferenciación entre intramuros y extramuros, es decir entre ciudad y campo, es casi más importante que lo que diferencia la casa de la calle. Así, ésta es un estadio intermedio, ni fuera ni dentro. La prolongación de la vida en la calle resulta así mucho más sencilla, suavizando el contraste de pasar desde el ambiente interior al exterior de modo brusco. En estas ciudades, el verdadero cambio brusco se produce entre el interior de la cerca, intramuros, y el exterior, extramuros.
En las ciudades modernas, con calles amplias, se han perdido estos aspectos; el paso entre interior y exterior se ha hecho brutal. Desde la protección climática de la casa (mucho más perfeccionada que en la antigüedad) al espacio abierto, no protegido, del jardín y la calle sin fachadas protectoras, el contraste es inmenso; además de aclimatarse al cambio de temperaturas, es también problema acomodarse al cambio de luz. En el clima mediterráneo, con una intensidad de luz diurna muy grande, este contraste es también muy incómodo. Para hacerse una idea de la necesidad de acomodación al cambio de intensidad luminosa, pueden citarse los túneles de carretera; cuando tienen iluminación artificial, se procura que en las entradas sea más intensa, disminuyendo conforme se avanza hacia el interior; se consigue así que el ojo se acostumbre gradualmente a las nuevas condiciones. Cuando no hay iluminación, al entrar se produce una ceguera momentánea, durante la que puede ocurrir cualquier cosa.
En las urbanizaciones abiertas, esta aclimatación necesaria ha hecho que salir al exterior se haya convertido, psicológicamente, en un paso todavía más difícil de dar, por ser las condiciones extremas; piénsese que además de la luz y la temperatura, en el exterior pueden encontrarse humedad (lluvia) y viento; si a ello se suma la pereza innata en el ser humano, salir de la casa aislada es más difícil que de la situada entre medianeras. Y lo preocupante de este encerrarse en la casa, es que se dificulta la relación entre vecinos, base de la ciudadanía. Aunque, si bien se ha reducido el número de salidas al exterior, fuera de la casa, hay que reconocer también que se sigue saliendo a los afanes cotidianos: trabajo, compra, etc., pero aquí aparece una solución al problema: el automóvil; a poco de ponerlo en marcha, el clima artificial interior del mismo puede igualar el de la casa que acaba de dejarse, por lo que no hay pereza mental para tomarlo.
Sin embargo, aunque el automóvil permite dar cómodamente ese difícil paso, es una solución poco adecuada, tanto desde el punto de vista de la sociabilidad de las personas, como de la ecología. Sería mucho mejor disponer de un espacio intermedio con la suficiente entidad como para que llegue a producirse una acomodación más suave, y esa función la cumple la calle mediterránea. Al favorecer la posibilidad de salir o entrar entre dos ambientes más parecidos, hace más sencillo dar el paso de salir y, desde este punto de vista es un adecuado medio para favorecer la sociabilidad.

La “rue corridor” o la calle ciudadana

La forma de las calles, además de proporcionar abrigo suficiente para albergar sus relaciones sociales, es muy favorable para que el ciudadano se defienda de sus enemigos vivos. La razón que impulsó tanto a Nerón como a Haussman (a éste por orden de Napoleón III), a abrir las avenidas fue política: para poder dominar a sus súbditos; el uno temeroso de la siempre posible rebelión de un pueblo empobrecido  y el otro escarmentado de las barricadas de 1848, que fueron grave problema porque el ciudadano se defendía bien en ellas.
Y es que en aquellas barricadas el pueblo utilizó una táctica ciudadana, urbana, semejante a la de los griegos en el desfiladero de las Termópilas, que no es otra cosa que una versión del divide y vencerás. Obligando al atacante a la lucha en frentes estrechos, necesariamente ha de fraccionar sus fuerzas en grupos pequeños; por muy superior que sea en número, y aunque cada defensor deba enfrentarse con varios enemigos, lo hará uno por uno y no contra todos a la vez. Y esto es posible hacerlo en las calles estrechas que, por otro lado, impiden al ejército atacante (o represor) el despliegue adecuado de sus fuerzas, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de las tácticas bélicas fueron inventadas para las batallas en campo abierto.
Además de ello, también la disposición de las calles, con revueltas, ayuda a la defensa natural del ciudadano; gracias a esa división en tramos cortos, un hipotético atacante con armas de guerra pierde la ventaja de luchar a distancia, al no poder disparar desde lejos; ello le obliga a acercarse y a quedar al alcance de las armas menos potentes del ciudadano (generalmente armas de caza). De ahí, que el interés político del príncipe haga preferibles las grandes avenidas. No hace mucho, en el mayo de 1968 francés, los estudiantes demostraron conocer instintivamente este viejo modo de aprovechar las condiciones urbanas para luchar cuando se enfrentaron a la policía en las callejuelas del Barrio Latino, y no en las imperiales avenidas haussmanescas, en las que la fuerza pública habría tenido la ventaja de su parte, aunque en esta ocasión, los proyectiles fueran bolas de goma.

El ciudadano y su calle

Por todas estas razones, desde épocas muy antiguas los ciudadanos han sido perfectamente conscientes de las ventajosas condiciones de sus calles, y han demostrado su apego a ellas. La mayoría de las viejas ciudades está urbanizada según este modelo y, en los casos en que se encuentre un trazado regular, hay que buscar detrás de él la mano de un príncipe poderoso o de una organización supraciudadana.
Así, en muchas ciudades nacidas sobre la trama ortogonal de antiguos campamentos militares romanos, ahora es casi imposible reconocer el cardo y el decumano, como en Sevilla o en León, desaparecidos porque las calles fueron ciudadanizándose, en un proceso que muchos, por incomprensión, consideran caótico. Es corriente encontrar expresiones en artículos o libros, en los que se califica la parte antigua de la ciudad como dédalo de callejuelas, a lo que a menudo se añade: sin planificación urbana, cuando en realidad la tenía, aunque con un sentido muy distinto al que ahora se quiere dar. No es correcto considerar caótico lo que está hecho casi intencionadamente.

viernes, 12 de junio de 2015

La civilización



Hay razones para pensar que la civilización se crea en las ciudades cerradas y no en éstas abiertas. La primera es que en estas ciudades cerradas la civilización lleva desarrollándose ocho mil años, cuando las abiertas se civilizaron (se hicieron ciudades), como mucho hace unos dos mil, y precisamente fueron civilizadas por los habitantes de las cerradas. Una segunda razón es el clima mediterráneo y, en conjunción con él, la existencia de un elemento clave en la ciudad: la calle pasillo o corredor. Pero hablar de esta cuestión requiere alguna explicación preliminar.
Las religiones
Según Fustel de Coulanges, en sus orígenes, las religiones eran familiares; cada familia (tomado el término en sentido amplio, como la gens romana) tenía sus dioses y el santuario era la vivienda, la casa familiar. En muchas religiones actuales es norma común (que en otras se ha perdido, pero existió) restringir el acceso a los santuarios, no permitiéndose la entrada a los no iniciados ni a los infieles, y en algunas, ni siquiera a los fieles, sino solamente a los sacerdotes, indicio claro de que esto ocurría también en los orígenes. Por esta razón, los de otras tribus o familias no podían entrar en casas ajenas, consideradas como templo de la religión.
Los ritos matrimoniales del viejo mundo del sur (que perduran todavía) pudieran reflejar esa costumbre, pues son mucho más complicados e importantes de lo que cabría esperar para la unión de un varón y una mujer. Se diría que con una sencilla ceremonia (y, como mucho, un contrato escrito) podría quedar confirmada esa unión si desde antiguo se hubiera hecho de modo natural al llegar a la pubertad. La complicación puede explicarse interpretando los ritos como una ceremonia iniciática, en la que uno de los contrayentes, al abandonar su casa para ir a la del otro, abandona también su religión familiar y entra a formar parte de una nueva[1].
La calle
En su calidad de santuario, la casa de la ciudad mediterránea es socialmente cerrada al exterior, y físicamente expresa fácilmente esta cualidad debido a su génesis entre medianeras. Si la casa tiene un carácter cerrado a los extraños, las relaciones entre vecinos deben hacerse fuera de ella. Y no hay que buscar lejos el lugar adecuado: la tortuosa calle de las ciudades mediterráneas se presta a las mil maravillas. Por su configuración se suavizan las temperaturas extremas, tanto de frío como de calor (que no son excesivos), protege del sol con sus fachadas en el borde de la calle y de los vientos con sus revueltas; incluso de las lluvias aunque, como son climas secos del mediterráneo, sean poco frecuentes. Los jardines tienen cercas altas que, si por un lado sirven para mantener la intimidad de la casa-santuario y proteger las plantas decorativas de la desecación (dando sombra y protegiendo del viento), por otro tienen una función social, cerrando los bordes de la calle y continuando en lo posible la función protectora de las fachadas. En esa calle, el ciudadano se encuentra protegido del clima, y se beneficia de la posibilidad de vivir fuera de las casas, al aire libre. No hay ningún inconveniente en buscar allí la vida de relación, sin recurrir a la entrada en la intimidad familiar y religiosa.
A diferencia de ellos, los habitantes de los climas más fríos o lluviosos, como los del norte de Europa, se ven obligados a vivir encerrados en sus casas durante una gran parte del año. Solamente unos pocos podrán prolongar una vida social rica durante el invierno cuando, mucho más tarde, habiten en grandes construcciones, como palacios o monasterios; pero esto ocurrió después.
La existencia de este elemento urbano, la calle, ha permitido la vida social al aire libre en los lugares de clima mediterráneo. Contra la creencia general, la calle resulta ser una buena escuela de ciudadanía. Pareciera que los chicos que hacen su vida en la calle son bastante libres  al estar alejados de la mirada vigilante de sus padres, pero no es tan cierto. Una de las consecuencias del orden civilizado tradicional es que todos los ciudadanos se encuentran obligados a colaborar en la educación y cuidado de los menores, conscientes de que son los futuros ciudadanos[2]. Y precisamente a esta labor ayuda la habitabilidad que proporciona la calle estrecha; los ciudadanos están más tiempo en ella, de modo que siempre hay algún mayor cerca; hay una vigilancia constante, que impide la libertad de poder hacer cualquier gamberrada.


[1] Era la novia la que cambiaba de religión. En las bodas la novia va de blanco (e incluso en algunas regiones es de mala educación que las invitadas utilicen ese color, exclusivo de la novia); por el contrario el novio no lleva ningún atuendo especial y a menudo se confunde con los testigos. La novia es la verdadera protagonista de la ceremonia. Lo más probable es que ese color blanco representara la pureza del neófito que entra en una nueva religión (en este caso la del marido), aunque con el tiempo muchos piensen que es símbolo de la virginidad física.
[2] Esta faceta de la vida ciudadana ha sido puesta de manifiesto por J. Jacobs en su Vida y muerte en las grandes ciudades.

sábado, 6 de junio de 2015

Crecimiento de la ciudad chocícola


Aunque la forma de ciudad que llevaron los monjes civilizadores era la mediterránea, los nuevos ciudadanizados mantuvieron vivas ciertas tradiciones ancestrales y, entre ellas, la pervivencia del hito simbólico, que se convertirá en uno de los motivos sobre los que se fundará el desarrollo de esas poblaciones, ya convertidas en ciudades. Las consecuencias de este hecho son muy importantes, principalmente, porque el poder de atracción del hito será tal, que el crecimiento se hará a partir de él y teniéndole siempre presente; sin embargo no se manifestará como defecto hasta que llegaron a alcanzar tamaños grandes. 
Y muestra de que esas costumbres atávicas perduran durante muchísimo tiempo es que, milenios después, cuando unos nórdicos, lejanísimos descendientes de aquellos chocícolas, colonizaron el lejano oeste de América del norte, repitieron sin proponérselo aquel modo de vivir creando un poblado de servicios, con la iglesia, el colmado (salón) y la estafeta, mientras que los colonos habitaban en ranchos aislados en los alrededores, aunque muchos de ellos llegasen desde ciudades. Por aquellas tierras, antes que ellos, los españoles también habían fundado ciudades de forma muy distinta.

Los barrios ajardinados de las actuales ciudades americanas tienen una particularidad que se explica bien con este modo de ver las cosas. En las primitivas se circulaba libremente por los espacios que quedaban entre las chozas o casas. Cuando mucho más tarde se hicieron calzadas pavimentadas, el espacio libre entre ellas y las construcciones era tierra de nadie; los vecinos lo cuidaron para tener delante de sus ventanas una vista agradable y sirve como jardín pero, respetando lo que en principio era parte de la vía pública, los propietarios no se atrevieron (ni se atreven) a vallarlo salvo, a veces, con una cerca casi esquemática.
Algún intento se hizo, muchos años ha, por una promotora americana, de construir un barrio con este tipo de ordenación en España, pero al cabo de poco tiempo el cierre de las parcelas se ha impuesto, y los propietarios han vallado sus jardines con seto vivo, aproximación moderna a la cerca de obra tradicional.