Los
mediterráneos tenemos tan olvidado nuestro pasado que fue un austríaco (en
realidad el más meridional de los pueblos germanos actuales), Camilo Sitte, el
primero que entrevió esta realidad. Cuando escribió su libro, Construcción
de ciudades según principios artísticos, esa ciudad antigua, por la
que no disimula su admiración, estaba perdiendo terreno ante la toma de
conciencia de quienes están recuperando su propia ciudad, dominada por el hito
ancestral. Como hombre de su época, Sitte parte de la idea de que las ciudades
pertenecen una única especie y, consecuentemente, llamó ciudad antigua a
la mediterránea y moderna a la del norte, dando por segura la
idea común de que ésta es resultado de aquélla tras una evolución natural. Pero
quiere recuperar la belleza de la ciudad antigua y critica la moderna
expresando su perplejidad porque ciertas formas de la antigua se hayan perdido[1].
Hubiera comprendido mejor las cuestiones en las que expresaba perplejidad si
hubiera cambiado esas palabras a las que propongo.
Es aconsejable una relectura de su libro a partir de este
modo de ver las ciudades. Por ejemplo: Sitte observa que en las plazas de las
ciudades antiguas no se colocan los monumentos en el centro, como es
norma en las modernas, sino a un lado; la posición centrada resulta
lógica cuando se piensa en una plaza organizada alrededor del hito, mientras
que en la mediterránea el centro de la plaza no pertenece al hito-deidad, sino
al ciudadano, que actúa del mismo modo que en su sala de estar, en cuyo centro
nadie coloca una estatua.
También encuentra absurdo seguir llamando plaza al
resultado de situar una iglesia en el centro de una explanada[2].
Aunque le parece lógico el aislamiento de la iglesia con un terreno sin construir
a su alrededor (que justifica por la existencia de un primitivo cementerio,
luego desaparecido), no llega a comprender (con razón) que a ese terreno libre
se le llame plaza; hubiera tenido
explicación de haberse dado cuenta que en la ciudad nórdico/moderna la iglesia sustituye al viejo hito en la plaza (Fig 32);
tanto la iglesia como el hito representan la religión, luego funcionalmente,
son intercambiables. Pero está claro que no es así desde el punto de vista
urbanístico; una cosa es el hito (un elemento urbano decorativo, de tamaño
reducido) y otra un edificio. Para un descendiente de quienes adoraron en el
hito, la iglesia vino a sustituirlo (literalmente hablando); no se planteaba el
hecho de que tratara de un edificio sino que la nueva religión imponía una
nueva forma para el hito y, por eso, en la ciudad moderna la iglesia debe estar exenta.
Para un mediterráneo la cuestión tiene otro planteamiento;
el propio edificio no es nada, lo importante está dentro, y es el altar. El
edificio es la casa de dios y, como tal, es una casa más en la ciudad; puede
tener todos los atributos debidos al rango de su propietario (tamaño, fachada lujosa, etc.), pero es casa al fin y
por lo tanto puede (y debe) estar entre medianeras. El propio Sitte aporta
pruebas de este entendimiento de la ciudad, pues recuenta las iglesias de Roma,
y se admira de encontrar, entre 255, solamente seis aisladas (al modo moderno,
dice), de las cuales dos son protestantes (de religión nórdica)[3].
Ahora conviene recordar otra vez a Fustel de Coulanges;
cuando afirma que la casa primitiva era aislada, lo hace basándose en razones
religiosas: el aislamiento es necesario para la pureza o ausencia de contaminación
del santuario. Siguiendo su propio sistema de analizar lo pasado apoyándose en
la realidad actual, que deja entrever lo que había con anterioridad, lo que
hace en realidad es tomar las condiciones del hito-santuario nórdico,
mezclándolo con las razones religiosas reales. Si las iglesias debían estar
apartadas de toda otra construcción, pues son sucesoras del hito, los antiguos
santuarios, las propias casas, también debían estar separadas, lo que parece
que no es cierto. En el caso del sur, la iglesia está entre medianerías desde
muy antiguo. La pureza se mantiene
prohibiendo el paso a los no fieles y en muchos casos el baptisterio está fuera
para que el no bautizado no tuviera que entrar dentro de la iglesia antes del
rito de iniciación. En otros casos está muy cerca de la puerta. Y todo ello
como, efectivamente, ocurría en las casas mediterráneas antiguas: los no
pertenecientes a la gens del patricio propietario no podían entrar en ellas[4],
independientemente de que la casa estuviera entre medianeras o no. Y para esos
extraños había un local especial, intermedio: la tabernae, donde el dueño de la casa recibía a los extraños[5].
[1]
En realidad Sitte está comparando la ciudad mediterránea con la moderna de
entonces, la ciudad principesca
barroca, pero es que la que ahora llamamos moderna, la ciudad nórdica, debe su
recuperación, en gran medida, a la principesca.
[2]
Da el ejemplo de la Karolinenplatz de Viena.
[3]
Según una nota que viene en la edición española, esta observación de Sitte
provocó una discusión sobre si era ortodoxo
que las iglesias estuviesen entre medianeras; la idea dominante es que debían
estar exentas para evitar su contaminación con otras actividades mundanas. Lo
que es obvio es que esta discusión se hizo entre teóricos nórdicos, que no
vieron el problema, pues bien llevada, les habría hecho reflexionar sobre lo
que es la ciudad.
[4]
Estas particularidades se relacionan en la misma obra, La ciudad antigua, de Fustel
de Coulanges.
[5]
Esta disposición o muy
parecida, puede encontrarse todavía en muchas casas andaluzas: la entrada desde
la calle da a un zaguán, a cuyos lados se abren las entradas a dos locales, las tabernae, y al fondo la cancela, reja
que cierra la entrada de la casa propiamente dicha.
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