viernes, 25 de septiembre de 2015

¿Qué es una ciudad?



Conviene estudiar el momento en el que se produce ese error histórico del que se ha hablado al principio. La historia de la ciudad se escribe en el siglo XIX; como en casi toda la ciencia de la época, sus autores eran de países del norte de Europa y, por lo tanto escribieron la historia de la ciudad en que vivían.
En primer lugar discutieron sobre el significado de la palabra ciudad. Y ahí aparece el primer problema, pues en las traducciones se produce una confusión cuando, indiferentemente, las palabras stadt o town se traducen por ciudad. Pero lo cierto es que stadt, town y ciudad son palabras que pueden designar cosas distintas. Para los que hablamos lenguas romances, herederas del latín, la cuestión debería ser sencilla, pues la tradición lingüística de la palabra ciudad tiene viejas raíces. Procede de civitas, que ya de antiguo tiene docta explicación.
En De Re Publica define Cicerón la Res Publica como la cosa del pueblo. Este pueblo (populus) es un grupo numeroso de hombres que tiene una ley y una comunidad de intereses. La civitas romana era la organización del populus o, más precisamente, la reunión de los cives o ciudadanos, lo que implica una organiza­ción de la comunidad de intereses: el nexo de unión de los ciudadanos, cives, era tener unos derechos comunes, los del ciudadano.
En Grecia, la polis es, por el contrario, una demarcación territorial, un lugar, cuyos habitantes (o algunos de entre ellos) ostentaban la condición de ciudadanos (polites) con sus derechos correspondientes. La palabra latina civitas no tiene nada que ver con el marco físico, sino con la organización legal de los ciudadanos. Pero tampoco polis tendría significado solamente por la definición del territorio; hasta nosotros ha llegado como lugar donde hay ciudadanos, es decir, una organización. Se podría decir que es más moderno el término latino, pues no se limita a un concepto territorial, sino que se refiere directamente a las personas, a la organización social. Por esta razón, todavía conscientes del origen latino de su lengua, los revolucionarios franceses dieron calidad de ciudadano al poseedor de los derechos conquistados por la Revolución, en contraposición a la de súbdito.
Así pues, para los de habla romance no debería ser necesario definir el término ciudad por otra condición que por la situación legal de los ciudadanos[2]; cuando se trata de definir stadt o town, puede haber necesidad de buscar otras condiciones (el tamaño, población o su situación socioeconómica), pero el término ciudad refleja realmente una organización de ciudadanos y no un tamaño, una serie de actividades o una densidad de población.
De hecho, hasta hace poco, nadie puso en duda la definición de ciudad. Desde la Edad Media, en nuestro país era ciudad, independientemente de su forma o actividad, la que gozaba del derecho de enviar procuradores a las Cortes, es decir, la que gozaba de derechos cuya modificación debía ser discutida[3]. Cierto que se daba este título a las poblaciones con una cierta cantidad de habitantes dedicados a actividades de lo que ahora se llaman sectores secundario y terciario (industria y comercio), es decir, que eran ricas y, por lo tanto, podían aportar dinero a las arcas reales. Por otro lado, se supone que la forma es una cuestión aceptada por principio.
Sin embargo hay otra serie de poblaciones en nuestro país que no cumplen ninguna de las dos condiciones. No son ciudades porque sus poblaciones no tienen el título, pero los habitantes, aunque se dedican principalmente a la agricultura, tampoco son verdaderamente “campesinos”. Son, lo que se llama en castellano, labradores. Cultivan (labran) el campo, pero habitan en poblaciones de cierto tamaño. Un caso ejemplar es el de las villas manchegas antiguas[4]: bastante separadas unas de otras, los labradores vivían en ellas, pero cuando llegaba la época de las labores del campo (siembra, recogida), se iban a su terruco y lo labraban, durmiendo en un chozo edificado allí; todos los días venía alguien de la población (normalmente los niños) con la comida, haciendo un camino de algunas horas, de ida y vuelta. El resto del tiempo vivían en la población: eran gente urbana, habitando en una “ciudad” mediterránea.


[2] Los habitantes de las villas, poblaciones que no ostentaban el título de ciudad, eran villanos.
[3] Las demás poblaciones, con señor, eran villas. Un caso curioso es el de Madrid, que nunca fue ciudad, sino villa.
[4] Realmente, hasta la popularización de los vehículos de tración mecánica en España, es decir, hasta las décadas de 1950 o 1960, que permitió el traslado diario a la tierra.

viernes, 18 de septiembre de 2015

El ocio


Y ese es un grave problema: el esparcimiento no lo resuelve la ciudad moderna. En épocas antiguas se hacía con teatro, conciertos y más adelante cine. Todas ellas, actividades sociales. Cierto que en el XIX estaban casi limitadas a las clases acomodadas, pero no tanto el teatro. Como ejemplo, puede contarse una historia poco conocida, la de la zarzuela. En sus principios la zarzuela era tal como la ópera: largas sesiones con caras escenografías y divos del canto, es decir, solo podían asistir gentes con suficiente dinero para pagar la entrada[1]. En el XIX, unos empresarios inventaron la zarzuela corta: obras de una hora u hora y media, lo que permitía dos o tres sesiones diarias, con escenarios menos lujosos y entradas también más baratas. Y a eso se le llamó el “género chico”, no a la zarzuela antigua, que por otro lado desapareció casi del todo, siendo sustituida por la ópera italiana en los escenarios.
         Luego vino el cine, con precios muy variables que permitían el acceso a todos los bolsillos. En la década de 1960, la entrada para las películas de estreno, en los cines de la Gran Vía de Madrid, costaba unas 35 pta, pero las de los cines de barrio, a menudo con dos películas y en sesión continua, no llegaban a las 5 pta, diferencia muy importante de precios que hoy no existe.
         Es importante recordar que, por aquel entonces se trabajaba y había colegio los sábados. Aunque los colegios daban asueto los jueves y los sábados por la tarde.
         Mucho han cambiado las cosas y a principios del siglo XXI, el problema que hay que resolver es el del tiempo de ocio; cuando la semana laboral es cada vez más reducida, cuando las máquinas hacen cada día una mayor parte del trabajo que antes hacían personas, los humanos se enfrentan a muchas más horas de ocio que hay que ocupar y deben hacerlo en la ciudad, sin extenderse por el campo, urbanizándolo[2]. Y no hablo de actividades como el teatro o el cine; ni siquiera de la televisión o eso que se ha dado en llamar “el cine en casa”. Hablo de actividades al aire libre, de actividades sociables, desde pasear hasta encontrarse con amigos por la calle.
En otro modo del ocio, el de los niños pequeños, las ideas sobre la ciudad moderna llevan, en ciudades que aún conservan una cierta trama tradicional, a hacer desaparecer las plazuelas y a crear, siempre que se puede, grandes parques, que al fin resulta que están alejados de la mayoría de las viviendas. Los niños deberían ser llevados casi todos los días del año a jugar con amigos de su edad, sobre todo en sociedades con natalidad tan baja como la nuestra, sin hermanos para hacerlo en casa; pero llevarlos a los parques exige demasiado tiempo de camino y poco de juego. Las plazuelas frecuentes, resolverían mejor el problema.
Cierto que muchos de los deportes que se practican ahora nacieron en los parques de ciudades del norte, con grandes zonas de pasto verde, pero en los parques actuales suele estar prohibido jugar a la pelota. Por el contrario, al menos en un país mediterráneo, España, los juegos urbanos no requieren demasiado espacio: para el del frontón[3], solo hacen falta una pared o dos, para los bolos o la calva, una cancha no demasiado grande, y lo mismo para la petanca en el sur de Francia. Ante la prohibición, no se ve demasiada necesidad de esos parques a la moda, con verdes praderas que es necesario mantener regadas a costa de un agua que estaría mejor empleada en la agricultura (y sería más rentable).
Y por otro lado, las plazuelas que se mantienen se pavimentan, olvidando al derecho de los niños a desollarse las rodillas en un suelo de arena, no contra baldosas de cemento.


[1] Siempre existían las entradas del llamado “gallinero”, muy arriba y al fondo del teatro, pero aun así no eran demasiado baratas.
[2] Me refiero a lo ocurrido antes de la crisis económica de los años de 2010, situación que es de esperar que vuelva.
[3] En los tiempos actuales muchos lo llaman pelota vasca, con notoria impropiedad, pues fue un juego general de toda la península y de algunos países vecinos. Hace unos sesenta años, raro era el pueblo que no disponía de un frontón, aunque a veces era una de las paredes de la iglesia. Efectivamente en las Vascongadas se ha mantenido vivo el juego y además hay algunas modalidades específicamente vascas, como la cesta punta.

viernes, 11 de septiembre de 2015

¿Urbanizar el campo o destrozarlo?



La frase: urbanicemos el campo, ruralicemos la ciudad no es racional: urbanizar el campo es destrozar el campo, ruralizar la ciudad es destrozar la ciudad. Es difícil entender que el deseo de vivir-en-contacto-con-la-naturaleza necesariamente lleve a habitar en urbanizaciones de casas aisladas; puede ser deseable estar una parte del tiempo al aire libre y, en el clima mediterrá­neo, eso puede hacerse la mayor parte del año en las calles o en las plazuelas de sus ciudades, que son lugares resguardados, mucho mejor que en los abiertos. Y en esto, también la ciudad mediterránea es ecológica. Y algunos podrán dar cuando quieran largos paseos por el campo.
Pero estos no deberían ser muchos. En la comunidad de Madrid se ha declarado parque natural una extensa zona de la cuenca alta del río Manzanares. Al principio se admitía la visita de cuantos quisieran entrar en ella, pero pronto se vio la necesidad de limitar el número de visitantes para una mejor conservación. Si se relaciona la cantidad de personas que pueden visitar el parque y las necesidades que habría de terreno para que una importante proporción de los habitantes de la Comunidad tuvieran terreno que visitar, se ve la imposibilidad de proporcionar ese tipo de lugar de esparcimiento en condiciones de conservación adecuadas.
Una razón dada como excusa para salir al campo a buscar aire libre es huir de la atmósfera contaminada de la ciudad. En la historia ha habido diversas contaminaciones en sus calles. Cuando no había alcantarillado perfeccionado, la contaminación era especialmente por olores: los excrementos humanos se lanzaban a la calle (con el conocido grito, “allá va”) y, desde allí, aprovechando las pendientes, iban a los alcantarillados generales. A eso había que sumar las heces de las caballerías que recorrían las calles como monturas o tirando de los diversos tipos de carruajes, así como una gran diversidad de otros animales domésticos. Las vacas lecheras, estabuladas en la propia ciudad, sumaban más excrementos[1]. Además, los sistemas de calefacción eran de carbón o de leña. Muchos de estos inconvenientes empezaron a desparecer con el comienzo del automovilismo y terminaron con su popularización, de modo que unas suciedades ambientales sustituyeron a otras.
El planteamiento debería ser otro: ¿la ciudad debe estar necesariamente contaminada?. Si la mayor parte de las veces se prescindiera del auto para moverse por ella, muy probablemente no estaría tan contaminada. Y que el auto no sea necesario puede conseguirse haciendo incómodo su uso, con calles estrechas, retorcidas y con falta de estacionamientos. Nunca será solución facilitar su uso con anchas avenidas, ni facilitar su estacionamiento con bajas densidades de población.


[1] De hecho, las vaquerías de Madrid no fueron prohibidas hasta la década de 1960.

viernes, 4 de septiembre de 2015

La ecología de la ciudad



Defender la ciudad mediterrá­nea es defender la verdadera oikos del hombre civilizado: la ciudad. De no cambiar las ideas de la gente sobre lo que es la calidad de vida, un atisbo de lo que podrían ser las ciudades del futuro es la aterradora vista nocturna del valle de Madrid desde la salida del túnel de Guadarrama: una alfombra que se extiende más de cuarenta kiló­metros, con luces que iluminan calles de urbanizacio­nes casi desiertas cinco días a la sema­na. Larguísimas conducciones llevan agua y energía a si­tios vacíos, cuando probablemente todavía quedan aldeas sin luz ni teléfono. Se construyen embalses inmensos para regar jardines de hierba, olvidando que ésta es tierra seca y que por eso en Castilla se abandonan los campos de cul­tivo.
Revitalizar la vida en las ciudades, concentrar de nuevo la población que se disper­sa, es mantener el campo limpio; es más sencillo barrer las calles de la ciudad que limpiar un monte de pape­les y plásticos.
La ciudad mediterránea es ecológica porque admite considerables concentracio­nes de gente en poco espacio; es ecológica porque las casas en medianera necesitan menor cantidad de energía para calentarse o enfriarse; es ecológica porque hace menos necesario el automóvil (incluso lo convierte en un estorbo); es ecológica porque las conducciones de energía eléctrica son más cortas y la longitud es un gasto añadido de energía[1]; es ecológica porque se pueden instalar redes urbanas de calor con gran aprovechamiento[2]; es ecológica porque las demás redes urbanas requieren tendidos más cortos para el mismo servicio.
Finalmente, es ecológica porque permite hacer la mayoría de las actividades urbanas a pie, en recorridos generalmente cortos, favoreciendo dejar el auto quieto.

Es curioso comprobar la permanencia de ideas erróneas, como cuando ciertos ecófilos comienzan a pensar y a extender la idea de que las cimentaciones de las casas pueden dañar el terreno y que por lo tanto deben hacerse edificios ligeros con cimentaciones superficiales; es decir, se proponen edificaciones de tipo chocícola, apropiadas para un urbanismo extensivo e invasor del campo so pretexto de protegerlo. En primer lugar, cuando el clima es cálido, son mucho mejores las edificaciones pesadas, masivas, con gran inercia térmica, que necesitan fundamentos mayores; las casas ligeras necesitan mucha más energía para obtener temperaturas cómodas en su interior durante los meses de verano.
Por otro lado, la idea de identificar urbanismo abierto con naturaleza ha dado en un absurdo; en vez de llegar a la conclusión de que un urbanismo denso, cerrado, supone hacer una menor cantidad de cimentaciones, aunque dañen más el terreno, y que supone mayor superficie de suelo libre de ellas, se hace la propuesta de hacer las casas ligeras y con cimentación superficial, que tiene como contrapartida, además de que invaden muchísimo más territorio, que hará necesaria, como se ha indicado arriba, mucha más cantidad de energía. Lo mejor para no dañar el campo, la naturaleza, es no construir en ella, es no hacer en el campo ninguna cimentación y hacerlas en lugares de extensiones más reducidas, en las ciudades.
¿Es que no se han parado a pensar que la población humana aumenta sin parar y que si se extiende con bajas densidades va a ocupar una inmensa proporción del campo?. Si, dentro de Europa, todavía los españoles sabemos de extensas mesetas poco pobladas, muchos de los que así piensan, viven en países que tienen grandes densidades de población y en los que el problema de la desaparición del campo abierto es más patente. Conservar ciertas especies animales o vegetales en trance de extinción exige espacios amplios despoblados que acabarán por llenarse de seguir con la política de urbanizar el campo[3].
Hay que tener en cuenta que esta política, tras muchos años de auge ha dado como resultado que la gente sienta la necesidad de cambiar de ambiente un par de días por semana, para descansar. Y de hecho sería muy difícil cambiar esta tendencia. Pero si se propagara como moda el urbanismo mediterráneo, podría darse una solución racional a esa necesidad: en vez del chalé de los fines de semana podría popularizarse la casa de pueblo, urbana a su modo, en trama tupida, con menor gasto de energía y agua. El absurdo e inútil jardín, que a veces llega a una hectárea de hierba y que hay que regar[4], cambiarse por el patio con una parra y unas flores en un arriate, y no habría necesidad de renunciar a la casa unifamiliar apegada al terreno, ni a la chimenea (en la que por cierto se suelen quemar encinares que nadie se preocupa de repoblar).
La vieja casa entre medianeras, con patio (central, e incluso mejor, trasero) tiene muchas ventajas que valdría la pena revivir: además de ocupar mucho menos suelo que el chalete, en el buen tiempo el patio es muy agradable tanto para comer como para cenar al aire libre; a la hora de la comida no es tan cálido como el jardín abierto y, a la de la cena, está más abrigado. Si los habitantes de las ciudades recuperasen esta posibilidad, los de los pueblos, por un mimetismo semejante al que tuvieron cuando adoptaron el chalete, podrían volver a pensar que sus casas pueden servir, y la conservación de los pueblos no daría problemas.



[1] Por efecto Joule, aumentan las pérdidas de energía con la distancia recorrida. Y los consumos de energía, inútiles o no, llevan a una degradación del ambiente, sea por el aumento de dióxido de carbono, por la lluvia ácida o por los peligros (inciertos e indomables) que encierra la energía nuclear de fisión
[2] La red urbana de calor tiene dos grandes ventajas: por un lado, la producción de calor en centrales grandes es mucho más eficiente que en pequeñas y por otro, permite aprovechar fuentes gratuitas de energía, como calor sobrante de centrales térmicas de producción de electricidad o acuíferos de agua caliente.
[3] Como se puede ver en los alrededores del mitificado Coto de Doñana. Porque además, los espacios a proteger suelen ser bellos y por lo tanto apetecibles para los urbanizadores.
[4] El césped debería ser considerado como antiecológico (consumo de agua, fertilizantes, motores de segadoras muy primitivos y más contaminantes que los de los autos). Ver Gary Stix, Investigación y Ciencia, mayo de 1994.