Repetiré someramente lo que viene en tantos libros que
tratan el tema. En el siglo XIX, la ciudad industrial atrae a gentes del campo
como obreros que ocupan barrios construidos malamente y peor urbanizados, sin
servicios mínimos y, por lo tanto, insalubres. El precio del suelo se dispara y
las casas, mínimas, se apiñan miserablemente. Por otro lado la industria
movida por carbón ensucia precisamente esos barrios, asentados cerca de las
fábricas.
Ese mismo siglo aparecieron unos cuantos soñadores
utópicos que se propusieron mejorar la ciudad. En el primer país
industrializado, Inglaterra, William Morris, publica Noticias de ninguna parte (News
from nowhere, 1890) en el que retrata una utopía en la que en Londres no quedan más
que unos pocos edificios y el resto ha desaparecido sustituido por campo y
jardines. Ebenezer Howard publica
en 1902 «Ciudades Jardín del mañana»,
empezando el movimiento de las ciudades jardín, aunque con el tiempo también se
entendieron como extensión de los cascos urbanos.
Diez años antes que Howard, en España, Arturo Soria había
propugnado lo mismo en 1892, aunque con una forma muy distinta a la de Howard:
la Ciudad Lineal: una calle muy larga a cuyos lados se edificaba y, lo curioso
del caso, era de una forma extraña para este país: se hacía con casitas con jardín, no con la trama tradicional.
Probablemente Soria se inspiró en los barrios de esas casitas con jardín que habían aparecido
desde mediados de siglo en las proximidades de las estaciones de ferrocarril.
Efectivamente, los ingenieros extranjeros que habían construido esos
ferrocarriles se hacían casas en las proximidades de su trabajo, con una forma
muy distinta de la tradicional[1].
A partir de ese momento se prodigaron las teorías sobre
la que fue llamada ciudad moderna que, como se verá más adelante, no lo es tanto. Había que
abrir las estrechas callejas de la ciudad vieja o antigua para convertirla en
una ciudad jardín. Se popularizó la frase hay que urbanizar el campo y
ruralizar la ciudad.
Paralelamente estaba naciendo lo que se llama el
movimiento moderno de arquitectura, cuyos promotores aceptaron sin dudar las
ideas de este urbanismo y se propusieron influir en el trazado de las ciudades al
hacer nuevos edificios. Tímidamente había empezado esta idea Auguste Perret, que en
1902, construyó un edificio en la Avenue Wragan, de París, en la que la fachada
no quedaba alineada con la calle, sino que se retranqueaba, ganando luces en
las habitaciones al evitar un patio interior.
Más adelante, Le Corbusier lanzó la idea de edificar en
altura para liberar suelo para jardines, idea que plasmó en la Unidad de Habitación de Marsella en 1947[2].
Desde entonces, las nuevas edificaciones en la ciudad
tuvieron en cuenta estas ideas y en muchos casos fueron rompiendo, de modo
inmisericorde, la trama tradicional de muchas de ellas.
Desde el siglo XIX ha llovido mucho, y esos barrios que
los utópicos de entonces vieron como miserables, han sido urbanizados,
pavimentados y han recibido todos los servicios necesarios, al menos en la
parte rica de Europa y América. Ya no son insalubres, sin embargo la idea de
que el “campo”, la vegetación ha de estar en la ciudad se ha extendido y se
crean multitud de barrios en que unos insulsos e inservibles jardines rodean los edificios.
Y, lo que es peor, cuando se construye una casa nueva en el casco consolidado,
a menudo se deja delante otro parterre, alejando la fachada de la línea de
calle.
En la primera de mis entradas en este blog, anuncié que
matizaría la afirmación “los edificios se construyen violando su forma
tradicional, es decir, en forma moderna”. Mucha gente piensa que no se debe
construir arquitectura moderna en la ciudad, pero eso es un error. Las más maravillosas de entre las viejas
ciudades tienen en sus calles variadas muestras de los diferentes estilos que han ido
apareciendo. Cada generación dejo su impronta con el estilo que en su siglo
primaba. No hay razón para pensar que la actual no lo haga. El matiz clave
es que esa arquitectura, con la forma más rabiosamente actual que pueda tener, no debe imponerse sobre la trama de la ciudad. Debe conservar las fachadas en línea de
calle y mantener una cierta proporción y respeto a la trama urbana. Es decir,
debe evitar la tentación de reformar la ciudad, de transformarla. Debe
conservar la forma de la vieja ciudad. La forma que la hizo bella.
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