(continuación)
La mayoría de los españoles no
leyeron las teorías de Le Corbusier pero, allá por los años 50 del siglo pasado, se “educaron” en la ciudad moderna en
los cinematógrafos. El cine americano traía películas con un sabor de
entendimiento de generaciones y de melosas aventuras de amor entre compañeros
de colegio, que a los jóvenes españoles de entonces nos estaban casi prohibidas
por una ley que impedía la mezcla de sexos en las aulas antes de la universidad
(y a ésta llegaban pocas chicas). Los fondos de esas películas eran unas
praderas verdes que rodeaban casitas con inefables teléfonos blancos; por sus
calles discurrían autos fabulosos, de esos que, por entonces, se llamaban
“haigas” mientras que en las nuestras renqueaban unos autos cuadrados, los más
de ellos, de antes de nuestra guerra civil.. Y los jóvenes unimos en nuestros
sueños las verdes praderas con la vida de comprensión, de amores maravillosos y
de riqueza que anhelábamos para nosotros y para nuestros paisanos, y muchos
comenzamos a pensar que la felicidad, la
riqueza, estaban ligadas a esa forma de vida. Y soñábamos con ver en nuestras
ciudades altos edificios, como los de las ciudades importantes de los países
industrializados y altas chimeneas de ladrillo, humeantes, anunciando la
llegada de la industrialización, el arrumbamiento definitivo del carro y las
mulas y los bueyes, sustituidos por automóviles que pudiera poseer mucha gente[1] y, que todo ello, fuese el inicio de un
camino que debía llevarnos a un mundo más justo, en el que toda la gente sería
más rica y más feliz.
Desde este punto de vista, no es de extrañar que desde aquellos
tiempos la gente fuera pensando en que había que convertirse en moderno para
ser más ricos. Así creímos ver en nuestras ciudades un amargo sabor de
antigüedad, uniendo su traza y sus casas al arado romano, a la mula que tiraba
del carro del lechero, al abismo que había entre las generaciones, mientras en
la oscuridad de los cines nos enseñaban ese otro mundo y nos hacía creer que
sería alcanzable cuando viviéramos, como ellos, en casitas entre praderas.
Más tarde, en la escuela de Arquitectura me contaron
cosas semejantes, como que vivir en zonas de poca densidad de población
proporciona mejor calidad de vida. Y
nos enseñaban que los pioneros de la arquitectura moderna, no solo quisieron
hacer una nueva manera de construir, un estilo, sino que también querían
intervenir en la ciudad. Desde ese punto de vista, las propuestas de Le
Corbusiér para Argel, son completamente iconoclastas en cuanto a la destrucción
de una ciudad tradicional.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces y la idea de esa
ciudad moderna está tan arraigada que la gente de nuestros países del sur, no
concibe otra cosa que ella. Cierto que una mayoría, siempre que pueden, visitan
como turistas las ciudades que, como Toledo, conservan un aspecto tradicional,
pero no se les ocurre que vivir en el centro de Toledo sea una buena idea: si
pueden irán a vivir a una casa apartada, y soñaran con jubilarse en una casita
con jardín en la sierra.
Y una de las ventajas de esa ciudad es que es
relativamente densa. Y no me refiero especialmente a las ciudades con edificios
de 6 a 8 plantas, sino a las más tradicionales con 2, 3 o 4 como mucho, pero
que ya tienen densidades muy superiores a las ciudades jardín.
[1] Lo que nos hacían ver hasta las
revistas infantiles, pues hubo un auge de los chistes sobre situaciones
producidas en los embotellamientos de las vueltas de fin de semana, cuando
todavía eran algo casi desconocido por estos pagos.
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