viernes, 1 de enero de 2016

El futuro de la ciudad antigua



Como se ha dicho hasta aquí, quienes han escrito en los últimos tiempos la historia de la ciudad han conseguido dar una visión parcial que ha hecho que la gente vea la trama tupida como algo antinatural y la tenga por mala (y casi se podría decir que por malvada). Tan constantes han sido los ataques contra la impropiamente llamada ciudad antigua que no es de extrañar que mucha gente tenga un sentimiento de perplejidad ante el hecho indudable de que ciudades, que muchas veces se califican en los textos de los teóricos como pobres, tristes, poco soleadas y antiguas, puedan ser bellas. Pero resulta que haciendo turismo, su entendimiento les dice que lo son.
En realidad se podría hacer lo mismo ante la foto de un prado con unas vacas pastando si en vez de describirlo con una frase como: paisaje con vacas paciendo, se dijera: un triste campo, en el que unos flacos animales rebuscan con dificultad su alimento, se habría predispuesto al lector. Y es que ese es el poder de la palabra; con ella se ha conseguido crear argumentos que han sido poderosos enemigos de esas ciudades, y han estado acompañados por una intensa campaña que propugnaba la necesidad de cambiarlas para que sus características se aproximen a las de las ciudades buenas, es decir modernas. Sin embargo, los intentos de aplicar a una ciudad mediterránea, antigua, las recetas del urbanismo contemporáneo vienen dando resultados tan desastrosos que, para preservar su innegable belleza, se ha hecho necesario declararlas algo así como especie en extinción[1].
No es éste un remedio adecuado; sería más práctico, aunque posiblemente más difícil, conseguir que sus habitantes vuelvan de nuevo a pensar en ellas como cosa propia y que olviden las connotaciones dichas mas arriba (vejez, estrechez, sombra), lo que evitaría la extinción. Tal como ocurre con los perros, por ser animales domésticos, nadie teme por el porvenir de la especie.
Y este empeño se vería coronado cuando mucha gente vuelva a habitar, contenta, en esas ciudades, en sus cascos antiguos o, todavía mejor, en barrios recién construidos con esa misma traza. No es solución que se luche con ahínco por su preservación, si después se vive en ciudades o barrios modernos, lejos del objeto que se defiende.
Buscando ese resultado, se ha tratado de hacer ver el origen y desarrollo de este tipo de ciudades, pues al cabo, el conocimiento de que algo arrastra una larga tradición convence a mucha gente de la necesidad de conservarlo. Pero como resulta difícil convencer a todo el mundo de golpe e incluso habrá muchos que sostengan que no se vive solamente de tradiciones, ese esfuerzo no tendría sentido sin otra cuestión importante: tratar el asunto de si se podrían hacer ciudades con trama tupida, comprobando si esta trama es capaz de aportar respuestas a alguno (o algunos) de los problemas que tienen las ciudades actuales.



[1] Si bien se piensa, para eso, para proteger la especie se dan títulos como "Patrimo­nio de la humanidad" o semejantes.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Ejemplos reales

Salamanca: orilla derecha
Lo dicho anteriormente no es una exageración. Se da a menudo y realmente existe tama­ña falta de criterio; el lector puede comprobarlo en Salamanca; entrando por la carretera de Madrid, hacia la derecha puede verse la conocida imagen de la ciudad refle­jándose en el Tormes, pero hacia la izquierda solamente hay un muro de varios metros de altura y cuya visión espanta al menos sensible. Las casas que están encima se benefician de una panorámica muy bella, pero el urba­nista que proyectó el barrio no quiso pensar que los de la orilla de enfren­te también tenían derecho a gozar de una bella vista y les obsequió con una muralla de hormigón absolutamente impresentable. La adoración al becerro de oro de la técnica es la madre de este desaguisado[1]. En un reciente viaje a la ciudad he visto ue están intentando taparlo con plantas verdes, y he recordado a un viejo profesor que decía "Los médicos pueden enterrar sus errores; nosotros tenemos que plantar enredaderas".


Salamanca: orilla izquierda
Otro desastre urbanístico está comenzando en el barrio de Los Caídos de esta ciudad. Fue el barrio universitario hasta que sus edificios resultaron destruidos (o caídos, en el dialecto leonés) durante la invasión francesa[2]. Tras casi dos siglos, en que ha sido el barrio chino, parece ser pieza apetecida por los promotores (está a menos de cinco minutos andando desde la Plaza Mayor) y se ha comenzado a urbanizar; para empezar se ha construido una auténtica carretera, que no calle, y ya está quedando bordeada por praderas verdes. Los edificios se alzarán entre jardines y los peatones desaparecerán en cuanto las condiciones no sean perfectas, lo que se da raramente en aquel clima. El consumo de agua aumentará con el riego de esos inútiles pastizales.
Y un ejemplo de ello, en ese barrio, es el nuevo Palacio de Congresos o Auditorio. Sin entrar a discutir su valor arquitectónico, hay que decir que es un edificio proyectado olvidando la ciudad en que está[3]. La única referencia es la piedra franca de sus fachadas, pero podría estar bien en cualquier otro terreno. Se separa de los bordes de parcela y hay unas zonas de hierba que sirven para completar el terreno y encajar el edificio. Por uno de los lados se acerca más a la calle, pero toma otra rasante y el desaguisado se arregla mediante un paseo paralelo y separado de la acera por unas jardineras. No es posible entender cómo se puede llamar a eso urbanismo, pues es una forma antiurbana, puramente campesina, pues parece proyectada para estár en medio de un campo.
En Ávila puede verse otro ejemplo: al lado de la plaza de Santa Teresa había un edificio bastante correcto, con una cierta traza modernista, haciendo esquina con la calle de San Segundo. Esta calle era bastante estrecha y se amplió derribando este y otros cuantos edificios. En su lugar se ha hecho un jardincito que permite ver la muralla, cuya calidad arquitectónica es notablemente inferior a la de la casa derribada. Una solución más urbana podría haber consistido en hacer en los bajos de estas casas unos soportales, que hubieran permitido el paso de los peatones y ampliar la calzada[4].
Los antiguos pensaban en la ciudad; la hacían a la medida del hombre. Las ciudades modernas se hacen a la medida del automó­vil, ese arte­facto querido por muchos, pero cada vez más detestado por los que van tomando conciencia de su voracidad, que jamás dejará de demandar más espacio y calles más amplias. Con la ciudad moder­na se ha entrado en una espiral sin fin: esas calles am­plias dan menos protección al peatón y convierten en casi obligatorio el uso del automó­vil; luego habrá más automóviles, que necesitarán calles más amplias, y así sucesivamente.
El automóvil es útil y la mayoría de la gente gusta lucirlo y utili­zarlo, pero se está olvidando que, además de los que están en edad de conducir y tienen automóvil, hay niños, que no pueden usarlo, y ancianos cuya prudencia les hace dejarlo. Para ellos y para todos, sería de desear una ciudad cómoda, como la que permite hacer andando muchos de los caminos diarios.


[1] No hay que hablar solo mal del ingeniero que construyó la muralla, los arquitectos que construyeron encima se encargaron de afear la vista todavía más.
[2] Algunos de ellos interesantes edificios universitarios, que derruyeron para usar los materiales en construir defensas para la ciudad.
[3] No hay que achacar la culpa al arquitecto. Sencillamente ha repetido el esquema que le han enseñado como moderno. No le hubieran aceptado otro.
[4] Tiempo después. Toda esa calzada se ha casi peatonalizado y la calle se ha hecho de dirección única, por lo que ya no hacía falta el ensanchamiento. Eso si, los “jardines” tienen praderas de pasto, con necesidades grandes de riego.

viernes, 4 de diciembre de 2015

¿Suposición audaz?



El terreno
La aplicación de la moderna teoría urbanizadora puede dar resultados que se podrían calificar, cuanto menos, de absurdos. Para demostrarlo, bastaría con imaginar que a un urbanista se le encargase el proyecto de una ciudad nueva. La zona elegida, una serranía hacia el centro de la península ibérica, tiene minas y bosques con sus correspondientes explotaciones manufactureras, lo que proporciona suficiente población, entre técnicos y obreros, como para justificar la construcción de una ciudad.
El terreno es un peñote en la confluencia de dos riachuelos, y se elige porque es el único lugar sin árboles en los alrededores. El primer proyecto canaliza los dos ríos y allana el terreno. Los promotores se asustan: demasiado caro tanto movimiento de tierras. En el segundo y definitivo se conforma una ciudad con muros de contención y terrazas, donde se edifi­can bloques aislados o viviendas unifa­miliares aisladas. Un gran paseo con­tornea la ciudad.
Primer proyecto
Segundo proyecto

Cuenca

Pero el paseo ¡oh, naturaleza!, es inútil la mayor parte del año: el invierno es demasiado frío y el verano caluroso; solamente se ve concurrido en algunos y agradables días de primavera. Uno de estos, el proyectista tomará una fotografía que exhibirá orgulloso en su estudio (al fin y al cabo, es la obra de su vida), pero lo más normal será que los habitantes pronto se acostumbren a las vistas y solamente recuerden que las tienen cuando algún visitante las admire. Como no hay verdaderas calles, a los pobladores no les queda otro remedio que visitarse en sus casas o reunirse en bares; cuando no se reúnan, que será lo normal, se retraen en sus hoga­res la mayor parte del tiempo viendo la televisión, en vez del paisaje, me­nos variado que los programas de la tele. Acostumbrados muchos de ellos a las ciudades grandes harán sus viajes interiores en automóvil, gozando de las facilidades que les da el nuevo urbanis­mo y la ciudad no tendrá peato­nes la mayor parte del tiempo.
Hace mucho tiempo otros hombres edificaron una ciudad en un lugar seme­jante: se trata de Cuenca, y fué construida desde un entendimiento de la ciudad muy distinto. Las casas colgadas, que forman el borde de la trama, protegen las calles del viento y del sol, haciéndolas útiles para la estancia, tanto en invierno como en verano, en mucho mejores condiciones que la avenida perimetral. Pareciera que sus habitantes hayan conocido desde siempre ese embotamiento de la vista ante lo repetido, y supieran que no es necesario estar viendo un paisaje permanentemente, pero gustan de ellos y han cuidado que, desde el risco frontero, se admire una belleza inusual para el habitante y que con un paseo se recobre la posibilidad de asom­bro. ¿Por qué esa manía de los muros de contención?, ¿qué necesidad hay de allanar un terreno para asentar encima casas completamente vulgares?.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Camilo Sitte



Los mediterráneos tenemos tan olvidado nuestro pasado que fue un austríaco (en realidad el más meridional de los pueblos germanos actuales), Camilo Sitte, el primero que entrevió esta realidad. Cuando escribió su libro, Construcción de ciudades según principios artísticos, esa ciudad antigua, por la que no disimula su admiración, estaba perdiendo terreno ante la toma de conciencia de quienes están recuperando su propia ciudad, dominada por el hito ancestral. Como hombre de su época, Sitte parte de la idea de que las ciudades pertenecen una única especie y, consecuentemente, llamó ciudad antigua a la medite­rránea y moderna a la del norte, dando por segura la idea común de que ésta es resultado de aquélla tras una evolución natural. Pero quiere recuperar la belleza de la ciudad antigua y critica la moderna expresando su perplejidad porque ciertas formas de la antigua se hayan perdido[1]. Hubiera comprendido mejor las cuestiones en las que ex­presaba perplejidad si hubiera cambiado esas palabras a las que propongo.
Es aconsejable una relectura de su libro a partir de este modo de ver las ciudades. Por ejemplo: Sitte observa que en las plazas de las ciudades an­ti­guas no se colocan los monumentos en el centro, como es norma en las mo­dernas, sino a un lado; la posición centrada resulta lógica cuando se piensa en una plaza organizada alrededor del hito, mientras que en la mediterránea el centro de la plaza no pertenece al hito-deidad, sino al ciudadano, que actúa del mismo modo que en su sala de estar, en cuyo centro nadie coloca una estatua.
Tam­bién encuentra absurdo seguir llamando plaza al resultado de situar una iglesia en el centro de una explanada[2]. Aunque le parece lógico el aislamiento de la iglesia con un terreno sin construir a su alrededor (que justifica por la existen­cia de un primitivo cementerio, luego desaparecido), no llega a comprender (con razón) que a ese terreno libre se le llame plaza; hubiera tenido explicación de haberse dado cuenta que en la ciudad nórdico/moder­na la iglesia sustituye al viejo hito en la plaza (Fig 32); tanto la iglesia como el hito representan la religión, luego funcionalmente, son intercambiables. Pero está claro que no es así desde el punto de vista urbanístico; una cosa es el hito (un elemento urbano decorativo, de tamaño reducido) y otra un edificio. Para un descendiente de quienes adoraron en el hito, la iglesia vino a sustituirlo (literalmente hablando); no se planteaba el hecho de que tratara de un edificio sino que la nueva religión imponía una nueva forma para el hito y, por eso, en la ciudad moderna la iglesia debe estar exenta.
Para un mediterráneo la cuestión tiene otro planteamiento; el propio edificio no es nada, lo importante está dentro, y es el altar. El edificio es la casa de dios y, como tal, es una casa más en la ciudad; puede tener todos los atributos debidos al rango de su propietario (tamaño, fachada lujosa, etc.), pero es casa al fin y por lo tanto puede (y debe) estar entre medianeras. El propio Sitte aporta pruebas de este entendimiento de la ciudad, pues recuenta las iglesias de Roma, y se admira de encontrar, entre 255, solamente seis aisladas (al modo moderno, dice), de las cuales dos son protestantes (de religión nórdica)[3].
Ahora conviene recordar otra vez a Fustel de Coulanges; cuando afirma que la casa primitiva era aislada, lo hace basándose en razones religiosas: el aislamiento es necesario para la pureza o ausencia de contami­nación del santuario. Siguiendo su propio sistema de analizar lo pasado apoyándose en la realidad actual, que deja entrever lo que había con anterioridad, lo que hace en realidad es tomar las condiciones del hito-santuario nórdico, mezclándolo con las razones religio­sas reales. Si las iglesias debían estar apartadas de toda otra construcción, pues son sucesoras del hito, los antiguos santuarios, las propias casas, también debían estar separadas, lo que parece que no es cierto. En el caso del sur, la iglesia está entre medianerías desde muy antiguo. La pureza se mantiene prohibiendo el paso a los no fieles y en muchos casos el baptisterio está fuera para que el no bautizado no tuviera que entrar dentro de la iglesia antes del rito de iniciación. En otros casos está muy cerca de la puerta. Y todo ello como, efectivamente, ocurría en las casas mediterráneas antiguas: los no pertenecientes a la gens del patricio propietario no podían entrar en ellas[4], independientemente de que la casa estuviera entre medianeras o no. Y para esos extraños había un local especial, intermedio: la tabernae, donde el dueño de la casa recibía a los extraños[5].


[1] En realidad Sitte está comparando la ciudad mediterránea con la moderna de entonces, la ciudad principesca barroca, pero es que la que ahora llamamos moderna, la ciudad nórdica, debe su recuperación, en gran medida, a la principesca.
[2] Da el ejemplo de la Karolinenplatz de Viena.
[3] Según una nota que viene en la edición española, esta observación de Sitte provocó una discu­sión sobre si era ortodoxo que las iglesias estuviesen entre medianeras; la idea domi­nante es que debían estar exentas para evitar su contaminación con otras actividades mundanas. Lo que es obvio es que esta discusión se hizo entre teóricos nórdicos, que no vieron el problema, pues bien llevada, les habría hecho refle­xio­nar sobre lo que es la ciudad.
[4] Estas particularidades se relacionan en la misma obra, La ciudad antigua,  de Fustel de Coulanges.
[5] Esta disposición o muy parecida, puede encontrarse todavía en muchas casas andaluzas: la entrada desde la calle da a un zaguán, a cuyos lados se abren las entradas a dos locales, las tabernae, y al fondo la cancela, reja que cierra la entrada de la casa propiamente dicha.