viernes, 20 de noviembre de 2015

Camilo Sitte



Los mediterráneos tenemos tan olvidado nuestro pasado que fue un austríaco (en realidad el más meridional de los pueblos germanos actuales), Camilo Sitte, el primero que entrevió esta realidad. Cuando escribió su libro, Construcción de ciudades según principios artísticos, esa ciudad antigua, por la que no disimula su admiración, estaba perdiendo terreno ante la toma de conciencia de quienes están recuperando su propia ciudad, dominada por el hito ancestral. Como hombre de su época, Sitte parte de la idea de que las ciudades pertenecen una única especie y, consecuentemente, llamó ciudad antigua a la medite­rránea y moderna a la del norte, dando por segura la idea común de que ésta es resultado de aquélla tras una evolución natural. Pero quiere recuperar la belleza de la ciudad antigua y critica la moderna expresando su perplejidad porque ciertas formas de la antigua se hayan perdido[1]. Hubiera comprendido mejor las cuestiones en las que ex­presaba perplejidad si hubiera cambiado esas palabras a las que propongo.
Es aconsejable una relectura de su libro a partir de este modo de ver las ciudades. Por ejemplo: Sitte observa que en las plazas de las ciudades an­ti­guas no se colocan los monumentos en el centro, como es norma en las mo­dernas, sino a un lado; la posición centrada resulta lógica cuando se piensa en una plaza organizada alrededor del hito, mientras que en la mediterránea el centro de la plaza no pertenece al hito-deidad, sino al ciudadano, que actúa del mismo modo que en su sala de estar, en cuyo centro nadie coloca una estatua.
Tam­bién encuentra absurdo seguir llamando plaza al resultado de situar una iglesia en el centro de una explanada[2]. Aunque le parece lógico el aislamiento de la iglesia con un terreno sin construir a su alrededor (que justifica por la existen­cia de un primitivo cementerio, luego desaparecido), no llega a comprender (con razón) que a ese terreno libre se le llame plaza; hubiera tenido explicación de haberse dado cuenta que en la ciudad nórdico/moder­na la iglesia sustituye al viejo hito en la plaza (Fig 32); tanto la iglesia como el hito representan la religión, luego funcionalmente, son intercambiables. Pero está claro que no es así desde el punto de vista urbanístico; una cosa es el hito (un elemento urbano decorativo, de tamaño reducido) y otra un edificio. Para un descendiente de quienes adoraron en el hito, la iglesia vino a sustituirlo (literalmente hablando); no se planteaba el hecho de que tratara de un edificio sino que la nueva religión imponía una nueva forma para el hito y, por eso, en la ciudad moderna la iglesia debe estar exenta.
Para un mediterráneo la cuestión tiene otro planteamiento; el propio edificio no es nada, lo importante está dentro, y es el altar. El edificio es la casa de dios y, como tal, es una casa más en la ciudad; puede tener todos los atributos debidos al rango de su propietario (tamaño, fachada lujosa, etc.), pero es casa al fin y por lo tanto puede (y debe) estar entre medianeras. El propio Sitte aporta pruebas de este entendimiento de la ciudad, pues recuenta las iglesias de Roma, y se admira de encontrar, entre 255, solamente seis aisladas (al modo moderno, dice), de las cuales dos son protestantes (de religión nórdica)[3].
Ahora conviene recordar otra vez a Fustel de Coulanges; cuando afirma que la casa primitiva era aislada, lo hace basándose en razones religiosas: el aislamiento es necesario para la pureza o ausencia de contami­nación del santuario. Siguiendo su propio sistema de analizar lo pasado apoyándose en la realidad actual, que deja entrever lo que había con anterioridad, lo que hace en realidad es tomar las condiciones del hito-santuario nórdico, mezclándolo con las razones religio­sas reales. Si las iglesias debían estar apartadas de toda otra construcción, pues son sucesoras del hito, los antiguos santuarios, las propias casas, también debían estar separadas, lo que parece que no es cierto. En el caso del sur, la iglesia está entre medianerías desde muy antiguo. La pureza se mantiene prohibiendo el paso a los no fieles y en muchos casos el baptisterio está fuera para que el no bautizado no tuviera que entrar dentro de la iglesia antes del rito de iniciación. En otros casos está muy cerca de la puerta. Y todo ello como, efectivamente, ocurría en las casas mediterráneas antiguas: los no pertenecientes a la gens del patricio propietario no podían entrar en ellas[4], independientemente de que la casa estuviera entre medianeras o no. Y para esos extraños había un local especial, intermedio: la tabernae, donde el dueño de la casa recibía a los extraños[5].


[1] En realidad Sitte está comparando la ciudad mediterránea con la moderna de entonces, la ciudad principesca barroca, pero es que la que ahora llamamos moderna, la ciudad nórdica, debe su recuperación, en gran medida, a la principesca.
[2] Da el ejemplo de la Karolinenplatz de Viena.
[3] Según una nota que viene en la edición española, esta observación de Sitte provocó una discu­sión sobre si era ortodoxo que las iglesias estuviesen entre medianeras; la idea domi­nante es que debían estar exentas para evitar su contaminación con otras actividades mundanas. Lo que es obvio es que esta discusión se hizo entre teóricos nórdicos, que no vieron el problema, pues bien llevada, les habría hecho refle­xio­nar sobre lo que es la ciudad.
[4] Estas particularidades se relacionan en la misma obra, La ciudad antigua,  de Fustel de Coulanges.
[5] Esta disposición o muy parecida, puede encontrarse todavía en muchas casas andaluzas: la entrada desde la calle da a un zaguán, a cuyos lados se abren las entradas a dos locales, las tabernae, y al fondo la cancela, reja que cierra la entrada de la casa propiamente dicha.

viernes, 6 de noviembre de 2015

¿La ciudad árabe?



No es raro oír hablar de Toledo con una frase semejante a ésta: "... sus callejuelas de sabor árabe". Se tiene la creencia de que esa forma de ciudad se conserva en España gracias a ocho siglos de dominación árabe, pero ni siquiera es correcto considerar a los árabes como orientales en ese sentido: fueron verdaderos continuadores de la cultura mediterránea. Del mismo modo que conservaron y transmitieron a la Europa medieval las viejas fuentes del saber griego (aumentándolas con las propias), también conservaron la vieja ciudad, aquélla en la que vivieron egipcios, griegos y romanos. Por lo mismo que se conserva en Italia, o el sur de Francia, donde no hubo árabes.
Para apoyar esta afirmación podría traerse a colación una teoría que sostiene que los árabes no conquista­ron la península, sino que la liberaron. Imagínese que la legendaria traición del conde don Julián no fuese tal cosa, sino que el conde entendió que los árabes de entonces eran los depositarios de una cultura tradicional, ro­mana o mediterránea, mientras que los invasores bárbaros casi habían acabado con ella. Habida cuenta de que los germanos constituían un pequeño núcleo gobernante imponiéndose sobre una población mayoritariamente hispanorromana, puede suponerse que el conde, cansado de la dominación incivilizada, se da cuenta de que puede establecer con los árabes, con otros mediterráneos, una alianza que le haría recobrar para su país la civilización perdida, la edad de oro cultural que seguramente los educados en la tradición hispanorromana añoraban. Viendo lo ocurrido tiempo después, hay que reconocer que este Julián hipotético no andaba muy errado: el auge cultural del califato fue muchísimo más temprano que los de los países europeos que continuaban bajo la dominación de los bárbaros germanos.
Como añadido etimológico, recuérdese que el nombre del conde, Julián, es de origen latino (mediterráneo o civilizado), mientras que el del rey traicionado era godo: Roderico o Rodrigo[1]. El conde don Julián encuentra en los árabes unos sucesores de los romanos mucho más adecuados que los godos y, desde este punto de vista, también la ciudad de los árabes era la ciudad romana, la vieja ciudad mediterránea, muy anterior a los árabes, e incluso a los romanos.
Y en esta cuestión entraría también la discusión sobre el lugar en el que se originaron las ciudades. No hay todavía acuerdo entre los estudiosos que lo determina, pero parece que es más que probable que nacieran en Anatolia, o cerca de allí[2], y se extendieran tanto hacia oriente como hacia occidente. Pero si en este asunto todavía pudiera haber discusiones, lo que sí puede aseverarse que, durante mucho tiempo, solamente se construyeron dentro de la franja de clima mediterráneo.
Si se enfoca la cuestión desde un punto de vista práctico, las ventajas climáticas de la ciudad se manifiestan mejor en las mesetas de clima mediterráneo, más secas y con mayores contrastes de temperatura entre el día y la noche, que en las tierras cercanas al mar. En sus inicios, el proceso de creación de la trama trataba simplemente de generar abrigos útiles; la utilidad de cualquier avance o detalle nuevo en su construcción era mucho más fácil de comprobar en estas tierras.
Si se partiera desde la base de que en un principio la trama era abierta, chocícola, y que se llega a crear la trama cerrada por relleno de los espacios libres, y que las calles son el último terreno que queda para el común, la conclusión lógica es pensar que hay un proceso perverso de aprovechamiento excesivo del suelo, que recientemente se ha dado en llamar especulación sobre los terrenos.
Ello lleva a considerar el origen de la trama cerrada lastrado por un pecado original, pero en gran parte, esto no es otra cosa que trasladar conceptos modernos a tiempos muy antiguos. Y no les falta razón, pero lo cierto es que la especulación tiene un campo abonado en ciudades centrípetas, en las que un hecho puramente topográfico, la cercanía al centro, determina el deseo de ocupar los solares y por ende, sus precios, y este proceso de crecimiento se da precisamente en las ciudades nórdicas; por el contrario, cuando se trata de ciudades centrífugas, una posición del centro relativa­mente insegura, es decir, que puede cambiar con el tiempo, hace que la especulación no tenga una base firme. Si existiera debería hacerse siempre a plazo corto, pues el centro, el origen de los precios altos, puede cambiar de lugar o, incluso, puede haber varios centros.


[1] Esta teoría no ha podido tener éxito en un país, el nuestro, en el que la clase dirigente (la nobleza) estimaba como honor la descendencia directa de los godos. Sin embargo, éstos nunca fueron otra cosa que una minoría.
[2] Recientes investigaciones parecen apuntar a que el propio "homo sapiens" se extendió a partir de ese mismo punto.