En sus orígenes, como se ha visto, la ciudad mediterránea
era de trama tupida: una amalgama de casas sin orden aparente.
Y la misma
Roma (la Urbe por excelencia) era así hasta el incendio de la ciudad, en
tiempos del emperador Nerón. Y aunque muchas historias del urbanismo citan a
Haussman como el “fundador” de la “ciudad moderna”, fue Nerón el primero que
rompió el dédalo de callejuelas abriendo grandes avenidas en Roma. Para
entonces Roma había pasado de ser una ciudad-república a ser capital de un
extenso imperio. Por esta razón, parece adecuado llamar a este tipo de ciudad,
Imperial, y no moderna (el París de las grandes avenidas, lo hizo Haussman
también durante otro imperio)
Pero
además, estos pueblos mediterráneos fundaron colonias. A veces los fundadores eran
colonizadores, pero otras (parece que Rómulo y Remo) delincuentes o malhechores
expulsados de su ciudad. Veamos cómo lo hacían:
La primera
providencia era levantar un altar, bajo el que se depositaba una arqueta con
tierra traída desde el lugar de origen de los fundadores. Este rito era
importante y religioso: con la colocación de la tierra en el altar se hace la
ficción de consagrar a los dioses territoriales de su lejano país la tierra
donde se asienta la nueva colonia.
De la
importancia de esta creencia piadosa da fe la actitud de Sócrates que, acusado
de impiedad, no tiene otro remedio que tomar la cicuta como alternativa al
destierro, que le condenaría a perder la posibilidad de rendir culto a sus
dioses territoriales, dando la razón a la acusación realizada[1].
En ese altar se sacrificaban animales cazados
en los contornos. Los augures (sacerdotes) examinaban las entrañas y en ellas
“leían” el futuro de la ciudad. Si los signos eran favorables, se procedía a la
fundación de la ciudad. Esta ceremonia queda un tanto desmitificada en Vitrubio
o en las leyes de Yndias, de Felipe II, que dicen que “examínense las entrañas
de animales y aves cazados en los contornos y si tienen los pulmones y el
hígado sanos, es que las aguas y los aires son saludables”. Ya no es un secreto
en poder de los sacerdotes, es ciencia de fundar ciudades.
Terminados
los ritos iniciales, se comienza el trazado. En primer lugar se trazaba la
cerca o muralla. Se uncían a un arado dos terneros (macho y hembra) blancos,
que nunca hubieran sido uncidos hasta ese momento. Se hacía un surco que
marcaba la pomma, o núcleo de la ciudad, llevando al macho por el exterior de
la ciudad y la hembra por el interior.
En las puertas, el arado se levantaba en vilo: se
portaba y de ahí viene el nombre de puerta. Desde ese momento el surco, la
muralla, era inviolable y había que pasar por las puertas[2].
A
continuación se comenzaban los trabajos de construcción. Al contrario que las
ciudades originales latinas, las fundaciones tenían un trazado más o menos en
damero:
Se
comenzaba por trazar perpendicularmente dos calles: cardo y decúmano,
partiendo del altar que quedaba en posición cercana al centro de la pomma o
pomerio.
Al
parecer, en este lugar se situaba el foro, pero hay una cosa curiosa, y es que foro,
quiere decir fuera, lo que está fuera.
Y una cuestión muy importante: las casas se construían
en medianería, como en las primitivas ciudades.