Introducción
Desde mi formación de arquitecto, hace años
vengo pensando en la posibilidad de que las teorías que se enseñan sobre la
evolución de las ciudades puedan contener algún error.
En particular,
siempre me ha llamado la atención el hecho de que las ideas urbanísticas
actuales hablen de que las ciudades, que podríamos llamar, de toda la vida,
es decir, las que tienen sus edificios construidos entre medianeras, no sirven
para ser habitadas en estos tiempos o, al menos, tienen poca calidad de vida.
Le Corbusier, gran propagandista de las ideas sobre la ciudad nueva,
desprecia su trama diciendo, con acento peyorativo, que está formada por rues
corridor. En la generación de estas ideas se tiene por hecho cierto que la
calidad de vida que se disfruta en esas ciudades antiguas, necesariamente,
tiene que ser inferior a la de una ciudad al nuevo estilo. Sin embargo,
he nacido y vivido en ciudades del tipo antiguo, y no encuentro desventajas en
la vida que en ellas puede desarrollarse; antes bien, creo sinceramente que
tienen muchas ventajas que, no solo no deben despreciarse, sino que habría que
revalorizar.
Paralelamente, vi que estaba apareciendo un sentimiento de rechazo hacia las
posturas iconoclastas contra la ciudad del pasado, como las de Le Corbusier y
de sus seguidores, pues se estaba constatando que las actuaciones basadas en
las ideas de la ciudad nueva eran muy perjudiciales para el legado
histórico que dichas ciudades representan.
Por ello empecé a pensar que valdría la pena reflexionar sobre ellas buscando
algo que, de algún modo, pudiera proporcionarme razones para defenderlas, no
solamente como una forma bella e histórica, sino como una ciudad perfectamente
habitable desde el punto de vista actual.
Ya en los inicios de mi trabajo, me llamó la atención que, desde tiempos muy
remotos, se hubieran desarrollado ciudades cuyo origen supuesto, según la
teoría imperante sobre las ciudades, no explica satisfactoriamente sus
características finales, sino que, más bien hace ininteligible el proceso
mediante el que se pasó desde una forma a otra. Me estoy refiriendo a las
ciudades tradicionales del área mediterránea, cuyas casas, construidas entre
medianeras, se supuso en cierto momento que nacieron como aisladas y acabaron
juntándose hasta formar la trama que ahora conocemos.
Mi atracción por las ciudades antiguas me hizo pensar en ellas del mismo modo
que se hace con las especies animales en peligro de extinción. Curiosamente se
ha hecho con las ciudades algo parecido y se ha llegado a considerar que muchas
de ellas están en peligro de extinción, inventando títulos rimbombantes, como
Patrimonio de la Humanidad, para intentar salvarlas de la destrucción, pero
nadie parece haberse puesto a estudiar los verdaderos problemas e incluso
muchas de las nuevas actuaciones y edificios se construyen violando su forma
tradicional, es decir, en forma “moderna” (aclaro que más adelante matizaré esta afirmación).
Si una especie se declara en peligro, en general se hacen esfuerzos serios para
protegerla y, no solamente se crean santuarios y parques naturales donde pueda
mantenerla, sino que se estudia científicamente su vida, sus hábitos, para
poder deducir el mejor modo de ayudar a un aumento de los individuos de la
especie que compense los largos decenios en que han mermado hasta parecer en
peligro. Y es lo que me propongo hacer en este estudio.
Intentando buscar las razones de la cuestión planteada, la paradoja de que
llegasen ciertas ciudades a tener una trama no concordante con su origen
supuesto, pensé que aquí, como en la versión vulgar del evolucionismo
biológico, cabría hablar de un "eslabón perdido", un tipo de
ciudad no reconocido por los historiadores, que explicaría los resultados que
se pueden ver.
Y el problema es que el sur ha perdido muchos de sus recuerdos y tradiciones.
Cuando una persona triunfa en la vida, muchos intentan parecerse a él, pero la
mayoría de las veces copian ciertos aspectos superficiales del triunfador, como
la manera de vestir, el automóvil, pero no lo que le ha hecho triunfar: sus ideas,
su modo de trabajar. Algo así ha pasado con los países: cuando los viejos
imperios del sur de Europa fueron a menos y florecieron los países del norte,
se empezaron a copiar sus cosas. La cocina, por ejemplo, sufrió una
colonización de la francesa y a menudo se prescindió del aceite de oliva (que he oído llamar “aceitazo”) a favor de la mantequilla, cosa que el tiempo enmendaría al revalorizar
las virtudes dietéticas del aceite de oliva. El gazpacho de tomate, hoy una de
las recetas españolas que más éxito tiene en el mundo, era considerado como
cosa de pobres y subdesarrollados(1) y los garbanzos. Otro tanto ha pasado con
la ciudad. La calificación lapidaria de Le Corbusier, como rues corridor,
con connotación despreciativa, fue tomada al pie de la letra, y tengo la
seguridad de que nos están vendiendo de nuevo la mantequilla.
Pero no copiamos sus universidades, y ni siquiera su escuela elemental. Cuando
esto escribo, los distintos gobiernos siguen peleándose por poner o no la
asignatura de religión obligatoria o discuten con los gobiernos regionales
nacionalistas que obligan a usar la lengua vernácula Mientras tanto, los
gobiernos centrales recortan inmisericordemente los presupuestos en ciencia y
en investigación (que nos llevará a
menos ingresos nacionales por tecnología) y
las encuestas europeas ven fallos importantes en la comprensión matemática de
nuestros estudiantes jóvenes. Pero ninguna ley de educación se atreve a poner
el cascabel al gato: un reciclado obligatorio de los profesores de esas
asignaturas fallidas y mucho más importantes que las mentadas más arriba; eso
cuesta dinero. Y así nos va y nos irá.
Pues pareciera que lo mismo ha ocurrido con el urbanismo. Puede traerse a
colación otro ejemplo. Cuando del norte de Europa nació una arquitectura de
cristal, como el gótico, capaz de crear maravillas como la Sainte Chapelle de
París, por no citar más que un ejemplo, en nuestras soleadas tierras del sur se
hicieron más pequeñas las ventanas y, con menos nevadas, tejados planos, en
terraza. Creo recordar que en mis lejanos tiempos de estudiante algún profesor
de historia de la arquitectura dijo por esas cosas que no eran puramente
góticas, y probablemente con cierta razón. Pero entendí mejor esto, como una
adaptación al clima, un día de verano muy caluroso (y raro en París), en que visité la Sainte Chapelle: dentro el
calor era insoportable. La arquitectura del vidrio no es para nuestros climas y
lo comprendieron muy bien los españoles de los siglos XIII y XIV. Es verdad que
por entonces los reinos peninsulares se estaban preparando para ser las
primeras potencias mundiales; ahora somos un tanto paletos y creemos que usando
los mismos vestidos que el triunfador, se nos pegará algo de su éxito. Véase
como ejemplo, el triunfo de la arquitectura del cristal en nuestras calles.
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(1) En el libro Cocina
regional española, editado en 1953 puede leerse esto: “…el gazpacho,
poco apreciado por los que no son andaluces, es en este pueblo, no sólo
consumido por los braceros del campo, sino por las clases acomodadas.”, lo que
prueba que todavía entonces se tenía por una comida de braceros del campo.
(continuará)